Por: Laura Vaillard
Los recitales son un fenómeno que no dejan de impresionarme. Tal vez porque los comencé a vivir de grande, ya que mi primera experiencia fue muy mala y no sentía la necesidad de repetirla, o quizás porque efectivamente, son algo increíble.
Es un fenómeno intenso que se vive desde el primer momento. Esa emoción de enterarse que la banda que te gusta va a venir a tocar a tu país y que por unas horas, vas a poder compartir un poco de historia con esos seres intocables y casi ficticios. Esa ansiedad que se genera al momento de comprar la entrada ya que nunca estás seguro si vas a conseguir las entradas que querés o no. Esa adrenalina que se eleva a medida que se acerca el gran día….
Finalmente, todas estas sensaciones surgen de manera simultánea cuando llega la tan esperada fecha. Es este cóctel extraño que hace que camines más rápido cuando vas caminando por Av. Libertador hacia el Estadio de River; que te obliga a hablar con extraños sin otra razón que compartir la experiencia; que te impulsa a saltar descontroladamente a medida que se acelera el repique de la batería; que te fuerza a aplaudir al unísono junto a millones de personas sin entender bien por qué.
En ese momento, es como si perdieras control sobre tu cuerpo y te convirtieras en un títere del más allá; un títere a puro sentimiento.
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