HISTORIA DE MENTALIDADES
El estudio de las mentalidades, desde una perspectiva histórica, permite conocer realidades que muchas veces las fuentes no muestran (en especial las documentales). En nuestro caso la barbarie de los federales de nuestra historia, queda solo en un eslogan de los presuntos civilizados y entendamos que no existió ninguna civilización que niegue sus fuentes y su historia y, con mayor razón, si lo analizamos vinculados con la correspondencia de esas personas, podremos ver los genocidios que se preparaban en las provincias y en la mal llamada campaña del desierto, para ellos el exterminio de originarios, de gauchos y de afro-descendientes era una necesidad, para re fundar la nación, con una impronta centro europea. Los métodos de exterminio fueron variados y no dejaron de operar sobre los documentos para facilitar sus fines y encubrir la matanza.
El término mentalidades se ha usado desde principios del siglo XX para la representación de la cultura y estructuras sociales que los individuos de una determinada sociedad tienen sobre el mundo social. Wikipedia
Historia de las mentalidades: una nueva alternativa (1)
Autor
Mellafe Rojas, Rolando
Filiación
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Departamento de Ciencias Históricas, Universidad de Chile.
Correspondencia
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Cita
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Mellafe Rojas, Rolando. Historia de las mentalidades: una nueva alternativa. Revista de Estudios Históricos, Volumen 1, Nº1 Agosto de 2004
Podríamos definir la historia de las mentalidades simplemente como la historia del acto de pensar, siempre que entendamos por pensar la manera que el ego tiene de percibir, crear y reaccionar frente al mundo circundante. No es pues la historia del pensamiento, ni de la cultura, por lo menos como se han entendido hasta hoy. Aunque nos disguste pretenderlo las palabras anteriores resultan una definición, como tal —y de común ocurrencia en estos casos— no encierra toda la profundidad ni las dimensiones del objeto definido. Quisiéramos ser más explícitos y más amplios y a ello dedicaremos gran parte de las páginas que siguen.
Las palabras “mente” y “mentalidad” provienen del latín, pero han vivido una larga y apasionante aventura hasta llegar a ser aceptadas, usadas y comprendidas por la generalidad de los parlantes del mundo occidental. Actualmente, en efecto, cualquiera persona la usa en una conversación corriente para referirse a algo parecido a la preocupación de la historia de las mentalidades y más o menos lo mismo que expresa en su definición el Diccionario de la Lengua Española, de la Real Academia, que al respecto dice: “Capacidad, actividad mental. Cultura y modo de pensar que caracteriza a una persona, a un pueblo, a una generación, etc.”.
En el ámbito humanístico y científico, en cambio, su uso es más cuidadoso y tímido en un principio. La palabra “mentalidad” es primeramente empleada por los filósofos ingleses —especialmente del siglo XVII— para designar la cualidad de la siquis. Más tarde el iluminismo ilustrado encuentra en ella, a través de Voltaire en su Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones de 1745, un uso más cercano a las reacciones pensantes de la sociedad. Pero recién la expresión completa su riqueza relativizante por el año 1900, con Marcel Proust, cuando escribe: “Mentalidad me gusta. Es como esas palabras nuevas que se lanzan”. (Citado por Le Goff, 1974, Pág. 76). El autor de En busca del tiempo perdido, la utiliza para designar un cierto estado sicológico, entre morboso y expectante, detenido en la penumbra de lo normal y de lo excéntrico, inmovilizado por la fuerza del acontecer, fatalmente histórico, simple y lógico.
La tonalidad compleja y especial que le dio Proust a la expresión “mentalidad” siguió rondando largo tiempo entre investigadores y escritores de principios del presente siglo. No tuvo mucha suerte en sicología. En las ciencias humanas, fue Lucien Lévy-Bruhl quien la empleó primeramente para definir algo concreto, en su obra La mentalité primitive (1922). Su objeto, es importante hacerlo notar, no fue la realidad actual, ni el comportamiento sicológico mayoritario de la sociedad. Por algún tiempo esta tendencia parece haber marcado la tónica de los estudios sobre mentalidades. En efecto, examinando incluso a los autores considerados como los primeros teóricos de la historia de las mentalidades, Lucien Febvre (1938), Georges Duby (1961) y Robert Mandrou (1968), descubrimos que se preocupan por situaciones que podríamos considerar excéntricas del acontecer humano, por lo menos como lo expresa la historia tradicional. Sus grandes temas fueron las crisis de todo orden, las epidemias, la muerte, el milenarismo, las visiones pervertidas del mundo, fobias sociales, etc. Es claro, como suele suceder en la dinámica del desarrollo científico, a poco andar, nos dimos cuenta, por una parte, que aquellas cuestiones excéntricas constituían gran parte de las vías e indicadores para descubrir los ejes centrales del andamiaje de la historia, por otra, que la riqueza de sus posibilidades iba invadiendo los modos de comprensión del pasado.
Actualmente la historia de las mentalidades tiende un puente entre la historia como ciencia y las demás expresiones de las ciencias humanas, además es un nuevo camino —ya que los que existían parecen borrados desde hace tiempo— que la unen de otro modo con la filosofía. Sea como fuere, ante una historia tradicional de corte clásico o positivista, ante la opaca historia montada sobre ideologías políticas que vino posteriormente, en fin, ante un cierto cansancio de la rutina cuantitavista, la historia de las mentalidades aparece ahora como un refrescante remanso.
Le Goff (1974, pp. 79-80) agrega aún, “Pero la historia de las mentalidades no se define solamente por el contacto con las otras ciencias humanas y por la emergencia de un dominio rechazado por la historia tradicional. Ella es también un lugar de encuentro de exigencias opuestas, que la propia dinámica de la investigación histórica actual fuerza a dialogar. Ella se sitúa en el punto de conjunción de lo individual y de lo colectivo, del tiempo largo y del tiempo cotidiano, de lo inconsciente y de lo intencional, de lo estructural y de lo coyuntural, de lo marginal y de lo general”.
Los tiempos históricos son múltiples, pero yendo al terreno de las generalizaciones —no tenemos otro modo- podríamos decir que hasta hace poco los historiadores se las habían arreglado para restringir las posibilidades del tiempo histórico de una manera que llegaba hasta una peligrosa limitación de la ciencia histórica como autogeneradora de sus propias perspectivas y métodos, es decir, se estaba limitando sus capacidades de pervivir como ciencia. Los historiadores estabamos escribiendo una historia sumamente estrecha, no solamente en términos temporales sino también en la profundidad y en el ámbito de la comprensión del acontecer. Escribíamos comúnmente sólo la historia de los hechos conscientes y racionales, preponderantemente masculina, urbana, del acontecer político y del acontecer feliz (Mellafe, 1981).
Puesto así el problema pareciera que la historia de las mentalidades está dedicada a recopilar todos aquellos aspectos atractivos, brillantes, peligrosos y polémicos, deslizándose ansiosamente sobre la imaginación dirigida. Usando para sus construcciones los relaves y residuos de la historia tradicional, más aquellos “no sé que” inexplicables de las ciencias humanas y de la filosofía. Podría ser, por ello, dicen sus detractores, sólo una aventurada y peligrosa expresión de la historia, puesta de moda por algunos infaltables inconformistas de las últimas generaciones. Es por esto, agregan sus críticos, que la historia de las mentalidades no puede exhibir aún una obra verdaderamente convincente, ni una metodología específica.
La crítica no puede ser tan simple ni tan rotunda. Es verdad que al preocuparse de tantos y variados objetos, al recibir tan variadas influencias y métodos —que van desde la ecología a la siquiatría— no ha podido aún, y quizás nunca podrá, crear una metódica sintética que unifique sus procedimientos. Pero en un mundo científico cada vez más complejo, que está encontrando en el pensamiento histórico uno de sus recursos finales, quizás lo más cuerdo y apropiado sea no poner límites ni uniformidad al método. Es esto lo que básicamente la historia acaba de descubrir en alguno de los baúles de su buhardilla y es precisamente la poderosa dinámica de la historia de las mentalidades. De este modo, esta “historia ambigua”, como se le ha denominado, posiblemente sea la más poderosa y rica expresión de la historia.
Los historiadores tenemos el mandato original —vicio personal muchas veces-- de descubrir cuáles y cómo son las relaciones del hombre con sus iguales y con el mundo circundante. Esto lo hacemos estudiando las acciones de los hombres que vivieron en otras épocas, pero también con las de los hombres que murieron sólo hace unos años, con los que vivieron ayer y con los que viven hoy. Notamos así que estas relaciones cabalgan en móviles muchas veces idénticos por décadas y generaciones, aunque también otros de ellos de pronto cambian lenta o repentinamente. Cuando lo descubrimos estamos en presencia de una de las principales variables de la historia de las mentalidades, el tiempo. El tiempo transcurrido con una misma experiencia, si queremos ponerlo de otro modo, el tiempo absorbido por cada una de las experiencias que resultan de las acciones del hombre. Es esta ya una variable bastante compleja, pero la historia de las mentalidades debe aún encontrar la manera de desglosarla en una gama casi infinita de posibilidades, de allí que no pueda adoptar a priori ningún método y de allí también su poder creador. Veamos, brevemente, tres de estas variables del acontecer: tiempo largo y tiempo corto, individuo y multitud, hecho singular y hecho plural.
Cuando alguien muere, ¿cuanto tiempo expresado en millones de años está presente en este hecho? Alguien que muere en un minuto dado del día de hoy —hecho histórico sin duda— no podría pretender que su experiencia es la primera ni la última de su especie. Dependiendo de su cultura, sociedad, religión, etc., su muerte estará rodeada de distintos ritos, símbolos y costumbres y en todo ello estará sintetizado un tiempo muy largo de repetición del hecho histórico de su muerte. Al estudiar el significado de estos ritos, símbolos y costumbres, aflorará una parte importante del contenido histórico mental de este largo tiempo, que por lo demás será confirmativo de una vida individual y de una cultura. Si hacemos esta indagación realizamos en verdad un contrapunto entre un tiempo corto, que es el proceso de la muerte de un hombre y un tiempo largo, que sintetiza el tiempo de morir en la historia y que se expresa en los mencionados símbolos, ritos y costumbres mortuorias.
Es oportuno agregar que el tema de la muerte ha sido, y con seguridad seguirá siendo, uno de los más importantes de la historia de las mentalidades (Tenenti, 1952; Aries, 1975 y 1977; Stanard 1977; Chaunu, 1978, etc.). Ha traído también una saludable renovación de las fuentes en que los historiadores buscan información, haciendo corriente el uso de documentos notariales como testamentos y codicilos, obras teológicas, devocionarios y escritos de religiosos, junto con interrogatorios y juicios de inquisidores; por otra parte, íconos, grabados y pinturas, canciones, poesías y dichos populares, relatos de sueños, etc., materiales todos que recogen expresiones vitales de hombres que generalmente no actúan en “tiempos” acordes con la simple cronología política o económica.
Diríamos entonces que la historia de las mentalidades aunque puede motivarse en “tiempos cortos”, e incluso en un hecho singular de efímera presencia temporal, encuentra su campo de cultivo en el “tiempo largo”. No es, por supuesto, una novedad en la historia. Los investigadores dedicados a la historia económica, social o de la población, están habituados a moverse en la misma forma y con idéntica concepción del acontecer, si se quiere, monótonamente en el tiempo. Por ello no es extraño ni casual que algunos de los más destacados de estos historiadores sean también considerados entre los primeros cultores de la historia de las mentalidades: hablamos, por ejemplo, de Lucien Febvre (1941, 1948, 1951, 1953) o Marc Bloch (1924, 1968).
Queremos subrayar que, por lo menos una parte de la historia económica de hoy, incluyendo aquellas tendencias del más sofisticado refinamiento estadístico, como es el uso de los “modelos” de la New Economic History, no sólo se desarrolla en el mismo largo campo temporal que la de las mentalidades sino de varios modos se unen y comprenden, al considerar la historia económica que muchos de los hechos repetitivos y cuantitativos con que trabaja pertenecen al unísono al campo de lo económico y de la ritualidad arquetípica. Producir yardas de tejido, comprar pan o pescado, no son sólo actos que alimenten a una dada economía de mercado y componen una especial curva de precios, sino con su cotidiana reiteración configuran también una serie de actos simbólicos que reiteran en el hombre una cadena infinita de acciones “originarias” de su accionar mental (Mellafe, 1982).
Algunas sociedades, o sectores de ellas, se desarrollan durante generaciones, siglos a veces, empujadas por las mismas ideas matrices. Pareciera que las acciones que perpetúan fueran de más larga duración mientras más cerca están de acumulaciones mentales primordiales que el hombre hace en su inconsciente colectivo. Históricamente entonces ¿cuánto tiempo demora una sociedad en cambiar de mentalidad? ¿Cuánto tiempo los habitantes de un país permanecen adheridos a una estructura dada del pensamiento? Difíciles o inconclusas respuestas pueden tener estas preguntas. Por lo general, los cambios que se detectan en las estructuras adyacentes a las mentales —de larga duración demográfica, social o económica— nos dan la pauta de los síntomas del cambio de mentalidad. No quiere decir esto, necesariamente, que el cambio del tiempo histórico mental deba ser el mismo que el de los precios o el de una concepción sobre la producción, la enfermedad o la muerte. Fernand Braudel (1958) nos da algunos buenos ejemplos de largas pervivencias mentales en el campo de la cultura: la civilización latina del Bajo Imperio (Curtius, 1955), la incredulidad Rabeleciana (Lucien Febvre, 1943), el impacto de las Cruzadas en Europa (Dupront, 1959), etc. Nosotros mismos, conjuntamente con el profesor René Salinas, en el caso de Chile rural, hemos tenido que remontarnos a principios del siglo XVIII para detectar el origen de algunas actitudes mentales, que estaban en plena vigencia en el siglo pasado y forman aún parte del sustrato original del chileno (Mellafe, Salinas, inédito).
Sin embargo, para los vericuetos de la historia de las mentalidades no sólo es útil la metrología temporal lineal. El tiempo lineal, especie de tenso hilo de Ariadna, no sirve para todo ya que precisamente por su poderosa rigidez no permite establecer planos y dimensiones entrecruzadas. ¿El tiempo en que un hombre —actor de la historia— duerme y sueña, es el mismo que transcurre mientras un mercader embarca trigo a tierras lejanas o un rey firma un decreto? Sin duda que no, el hombre que sueña está realizando un acto histórico de la mayor complejidad e importancia. Por una parte está, quizás, revisando los propios hechos de su vida, que lo inquietan y angustian, está reconstituyendo los afanes de un acontecer histórico cotidiano. Pero para hacer esto usa un catálogo simbólico que le proporciona su propio tiempo histórico, su sociedad y cultura, con lo que, en realidad, se está identificando con el pasado de su sociedad. ¿Podríamos imaginar un acto histórico más importante y a la vez más común y repetido? ¿Qué le sucedería a un pueblo que sus habitantes no tuviesen, a través de imágenes simbólicas oníricas, aquella auto-identificación constante, profunda e inconsciente, con su propia evolución?
Bartolomé Bennassar (1975) nos recuerda que la sociedad occidental, especialmente del siglo XIX europea y como nos la muestran los historiadores, vive sumida en el tiempo del trabajo, que deja sólo para cambiarlo por aquel de la revolución, es decir aquel en que se instaura una política diferente. Pero, agrega, existen también los tiempos de las ideas y del arte, además, el tiempo del sueño y aquel “tiempo de vivir”, que es la plegaria, la fiesta, la nutrición, el viaje, el amor. De este modo, la historia de la vida cotidiana, de las fiestas campesinas y religiosas, de las incredulidades y supersticiones, etc., es también parte de la historia de las mentalidades. Más aún, a partir de Huizinga (1930) y de Marc Bloch (1939), ha sido este aspecto el que ha dado los primeros ejemplos de su interés y validez (Kany, 1932. Defourneaux, 1963, etc.).
Entre las alternativas de la consideración del tiempo en la historia está también la variable del tiempo normal y del tiempo de crisis, un poco la historia fausta y la historia infausta. Esto enlaza de nuevo a una determinada perspectiva temporal con fenómenos históricos repartidos en una larga duración cronológica lineal; une también aquella perspectiva temporal elegida con la historia económica y de la población. La crisis, cualquiera que sea, en este sentido, debe entenderse que sucede cuando los hombres que estaban acostumbrados a percibir y a vivir de un cierto modo cambian bruscamente y comienzan a percibir y a vivir de una manera hasta ese momento desusada. En una curva de acumulación estadística de hechos singulares, las crisis se muestran con un cambio repentino de su trayectoria o tendencia, en lo que puede ser una coyuntura positiva o negativa, pero de todos modos crítica. Cuando es negativa, seguramente los gobiernos caen, hay guerras, hambrunas, aumento de la muerte, miedo y angustia; es parte de la historia infausta. Cuando la coyuntura es positiva hay cambios que podrían conmover los cimientos y las raíces culturales de una sociedad. En ambos casos se prueba la consistencia de las ideas y de las instituciones de un pueblo; en ambos casos las circunstancias hacen a las mentalidades retraerse a un apretado diálogo con los soportes de su existencia.
Ha sido la alternativa señalada arriba el cauce por el que muchos investigadores han recalado en la historia de las mentalidades o han aportado obras que se destacan como acertadas antesalas de ella: el aumento del sentimiento de la muerte por efecto de las epidemias (Bennassar, 1969), las crisis inducidas por catástrofes telúricas o económicas (Lefebvre, 1932. Le Roy Ladurie, 1959-1960).
Aunque prácticamente todas las tendencias que hasta hoy se pueden notar en la historia de las mentalidades tienen algo que ver con una concepción diferente del tiempo histórico, hay en esta nueva expresión de los estudios del pasado otras influencias de mucha importancia: una de ellas es la demografía histórica. En los últimos veinte años la demografía como ciencia ha avanzado enormemente, acicateada quizás por la “explosión demográfica” y por los no muy claros fenómenos de “transición”, que de distintas maneras —según niveles de desarrollo económico— afectan a todo el mundo.
El gran desarrollo de la demografía también ha involucrado a la historia de las mentalidades, ya que es esta la que puede informar sobre aspectos evolutivos y comparativos de los delicados mecanismos de la población. La demografía estructural ha recabado insistentemente en estudios de mortalidad, fecundidad y natalidad que, históricamente, son en verdad expresiones matemático-temporales de la vida y de la muerte. ¿Podría imaginarse algo más trascendental para la consideración del pasado del hombre? Aquellos historiadores que hemos calculado los tramos del acontecer a través de longitudes de vidas, que hemos tratado de comprender el pulso de los nacimientos y de las defunciones, expresando todo ello meticulosamente en curvas logarítmicas, ¿Podríamos haber dejado de pensar qué significaba todo ello en términos culturales, políticos, mentales o “del tiempo de vivir”?
Con un poco de imaginación podríamos pensar que una curva logarítmica es como una larga fisura en la pared de la historia. Por tal motivo muchos historiadores cuantitativístas de historia de la población han llegado a la historia de las mentalidades. El asunto puede explicarse mejor a través de un ejemplo. Hasta el año 1975 —recién ayer para un historiador— no conocíamos cuál podría ser la expectativa de vida, por edades y al nacer, en el siglo XVIII. En ese año y el siguiente pudimos construir la primera tabla de vida que se conoce para Chile, América, y en el mundo si no nos equivocamos, lo que inmediatamente nos obligó a reflexionar sobre profundos y apasionantes temas (Arretx, Mellafe, Somoza, 1975,1976). Antes de este logro sabíamos, por hipótesis, que en aquella época cualquier ser que venía al mundo podría esperar, como promedio, recorrer un tramo de vida no superior a los 30 años. Cuando tuvimos la confirmación y el detalle de este hecho, sin embargo, se nos aclaró la trascendencia histórica del fenómeno. Pudimos comprender cabalmente las consecuencias del corto tiempo de maduración del ego individual y colectivo de la sociedad, aquella intrigante “juventud” de la mentalidad de la época. Por ende, nos parecieron naturales fenómenos como lo dificultoso del florecer científico y cultural, los especiales modos de la transmisión cultural a través de las generaciones, el impacto de la constante presencia de la muerte, etc.
El aserto ya mencionado puede tratarse desde diversos ángulos de interés histórico. Es muy útil para la historia económica por ejemplo, ya que nos explica fenómenos como la baja productividad —por cortedad de horas-vida— de los trabajadores de esos años; las dificultades en la mantención de los bienes acumulados y la insistencia en la creación de formas de protección y continuidad de ellos, como los mayorazgos. Algo nos dice también, en este mismo sentido, del papel de la mujer en la formación de la riqueza mobiliaria, en vista que esta exhibe una notable mayor expectativa de vida.
Desde el punto de vista de la historia social no son menos los réditos obtenidos por la simple obtención de una tabla de vida del pasado histórico, si es que se puede llamar simple al complejo y sofisticado método que debe usarse. Lo primero que salta a la vista es el cambio del concepto de la edad, que aquella sociedad debió tener en relación a la nuestra. Si se debe nacer y morir en lapsos de menos de 30 años, la niñez, la madurez y la vejez son tramos de tiempo más cortos que los que caben en vidas actuales de más de 65 años. De allí deriva un especial sistema de crianza y educación, una temprana responsabilidad en la vida y una distinta consideración del viejo en la comunidad. Todo lo cual, naturalmente, repercute en la dinámica histórica de la familia y en las relaciones intra y extra comunitarias de esta y del individuo. Quizás no está demás llamar la atención sobre que todos los temas mencionados en ámbitos de lo económico y social rebasan en mucho a una simple conceptualización exterior y descriptiva de estas materias y recalan en las posibilidades del ser y de la mentalidad de cada época. Parece desvirtuarse de este modo un aparente divorcio que parecía apartar a la historia económica y social de los estratos más profundos del devenir del hombre histórico; la celosa metódica, objetiva, estadística y cuantitativa de estas ciencias se reincorpora a la médula de la historia.
Retornando, finalmente, a la idea de la crisis, el aumento brusco y pronunciado de la expectativa de vida al nacer en una sociedad es una coyuntura crítica positiva, de las más preñadas de situaciones de cambio y conflictos que pueda contener una evolución histórica. Cuando ello ocurre, así como cuando aumenta catastróficamente la mortalidad, se estremecen los patrones tradicionales de la convivencia, de la concepción que cada hombre tiene del mundo y de sí mismo. Este fenómeno comenzó a ocurrir en América Latina, pronunciadamente en Chile, a partir del decenio de 1930 y constituye, sin duda, una de las revoluciones —aún no terminada— más trascendente que haya sufrido el continente.
Como puede apreciarse la historia de las mentalidades ha incorporado métodos y principios científicos poco usuales hasta la fecha en la historia. Fuera de los ya mencionados, uno de los acervos más notables involucrados es el uso, cada vez más frecuente, de la sicología y del sicoanálisis. No podía ser menos, lo que básicamente le interesa a la historia de las mentalidades son los procesos mentales de los tiempos pasados y para llegar a ellos trabaja con estados de ánimo, expresados en símbolos, ideas y procesos imaginativos de aquel pasado...
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