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martes, 28 de marzo de 2023

El 'homo moralis' y su ciudadanía democrática. A propósito de la corrupción: Democracia y moral en perspectiva antropológica

Gazeta de Antropología, 1995, 11, artículo 05 · http://hdl.handle.net/10481/13610 Versión HTML · Versión PDF
El 'homo moralis' y su ciudadanía democrática. A propósito de la corrupción: Democracia y moral en perspectiva antropológica
'Homo moralis' and his democratic citizenship. On corruption: Democracy and morals from an anthropological perspective

José Antonio Pérez Tapias
Profesor Titular. Departamento de Filosofía. Universidad de Granada.
jptapias@ugr.es

RESUMEN
Tanto en España como en otros países, los hechos han conducido a que la corrupción política se sitúe en el centro del debate de la democracia. Ante las diferentes propuestas de «renovación ética» que surgen en nuestro contexto como reacción a una patente desmoralización de nuestra democracia, es importante indagar acerca de la moral democrática que reclama la salud de nuestro sistema político. Los rasgos ético-antropológicos de la «virtud cívica» de una ciudadanía activa y solidariamente politizada son los que han de corresponder a nuestra condición de homo moralis a la altura de este tiempo. Ellos proporcionan algunas claves de la necesaria moralidad política que hemos de asumir como sujetos para contribuir, desde la individualidad de cada cual, al ethos que requieren las mismas instituciones políticas democráticas, no ya solamente para mantenerse dignamente en pie, sino para impulsar nuevos logros en cuanto a libertad y justicia.

ABSTRACT
As much in Spain as in other countries, political corruption is located in the center of the debate on democracy. Faced with the different proposals of «ethical renovation» arising in this context, like the reaction to a patent demoralization of our democracy, it is important to investigate the democratic morals which are required for the health of our political system. The ethical-anthropological features of the «civic virtue» of an active and politicized citizenship must correspond to our condition of homo moralis in our times. They provide some keys to the necessary political morality that we must assume as subjects in order to contribute to the ethos required by these same democratic political institutions, not only to maintain dignity, but also to motivate new achievements in freedom and justice.

PALABRAS CLAVE
moralidad y ciudadanía | ética y política | corrupción | antropología política
KEYWORDS
morality and citizenship | ethics and politics | corruption | political anthropology

Aunque estamos hartos de corrupción, no hay quien se atreva a decir que hemos llegado al término de tan triste recorrido por esas páginas oscuras de nuestra realidad política; de ahí que tampoco se vea el fin de la crispada monotemática que nutren los sucesivos escándalos, con el agravante de que, perdida la confianza por todos lados, hasta parecen disiparse los criterios para discernir los escándalos fundados de los infundados; los indicios, de las meras sospechas; la denuncia, de la calumnia… ¿Cuál será el final de esta historia? Y si no se vislumbra a ciencia cierta, ¿no será mejor adelantarnos y preguntarnos radicalmente si, a la postre, no resultará que lo que acabe gravemente dañadasea la misma democracia, de tan zarandeada en sus instituciones y tan maltratada en su ciudadanía?

 

La desmoralizacióny sus riesgos para la democracia

¿Está en peligro la democracia? Ésta es una pregunta que puede parecer extrema y fuera de lugar, pues no hay amenazas totalitarias en nuestro horizonte inmediato. Sin embargo, podemos hacernos esa pregunta radical, y no hace falta que sea con pretensiones retóricas o con una especial carga catastrofista, sino con la convicción de que se trata de una cuestión pertinente desde la coyuntura sociopolítica en que estamos. Desgraciadamente, desde otras latitudes una pregunta como ésa ya se encuentra respondida por vía de hechos consumados, sea por lo que supone el auge de movimientos fundamentalistas unas veces, sea, otras, por lo que significa ese fundamentalismo político que se nutre de las mitificaciones tan poderosas de los nacionalismos exacerbados. Ahora bien, lejos de situaciones extremas y trágicas como las que se están dando, por ejemplo, en Argelia o en las repúblicas de la ex Yugoslavia, por citar casos próximos, no deja de haber ciertos peligros para la democracia, presentes muchas veces de manera tan sutil que dejan a salvo la mecánica de los votos y la regla de la mayoría, pero que afectan a otros elementos nucleares de la misma, desvirtuándola seriamente.

¿Cuáles son esos fenómenos que suponen un peligro para la democracia? –así podemos reformular la pregunta inicial de manera menos brusca y para nuestro contexto más atinada, reparando, no obstante, en que esos peligros que la acechan pueden acabar en última instancia poniéndola en peligro–.Como respuesta se pueden señalar dos, a sabiendas de que no son los únicos. Uno es el que constituye el desarrollo y difusión de actitudes xenófobas, incrementadas por inmigraciones difícilmente contenibles, espoleadas por los vientos que desatan las crisis económicas y alimentadas desde el caldo de cultivo que suponen identidades tradicionales que se sienten inseguras; todo ello es lo que puede precipitarse en giros políticos más que conservadores, que recorten los derechos de las minorías, que consagren la desigualdad, que liquiden la noción de ciudadanía que la democracia entraña como condición de posibilidad. El otro fenómeno que ahora subrayamos como peligro para la democracia es el que supone toda la problemática de la corrupción política, que puede llegar a provocar, alcanzada cierta cota de escándalo, un preocupante proceso de deslegitimaciónde las instituciones mismas del Estado democrático, afectando a su funcionamiento e incluso a su sentido, aunque sólo fuera mediante reacciones políticas antidemocráticas desde el seno del sistema democrático. En tales casos se evidenciaría el carácter corrosivo de la corrupción política, enfermedad de los regímenes democráticos que puede llegar a ser su cáncer mortal –de suyo, en la muerte de la democracia que significa todo régimen dictatorial encontramos un estado absoluto de corrupción, de manera que por eso mismo la corrupción no es problema en tales casos–. De ahí que sea objetivo prioritario evitar, por todos los medios al alcance de un Estado de Derecho y de la misma sociedad civil activamente movilizada, que llegue a verse en peligro el sentido y buen funcionamiento de las instituciones democráticas debido a la dinámica letal de los casos de corrupción. Por ello, a estas alturas y después de los escándalosque han ido jalonando la vida política española de un tiempo acá, lo que cabe también y entre otras cosas es reflexionar a fondo sobre las cuestiones de raíz planteadas al hilo de las situaciones que se han ido viviendo y activar la reflexión teórica para contribuir desde ella a una práctica política distinta. Puestos a pensar atravesando la epidermis de los acontecimientos, conviene comenzar señalando, a modo de indicadores que ubiquen adecuadamente el marco de nuestra reflexión, algunos puntos inicialmente relevantes a este respecto:

1) Hay que señalar, en primer lugar, la paradoja que entraña el que la corrupción se destape como problema crucial de las democracias en el momento de mayor esplendor –si procede expresarse así– de la democracia como sistema político. Ciertamente, mirando no sólo a nuestra realidad hispana, sino también más allá de nuestras fronteras, se puede constatar que en medio del acelerado transcurrir del fin de milenio en que estamos destacan ciertas tendencias convergentes, y que una de ellas desemboca en un nuevo consenso, insólito por sus mismas dimensiones transculturales: el que se produce en torno a la democracia. Es verdad que dicho consenso presenta rasgos de equivocidad que difuminan su valor como virtual catalizador de grandes dosis de energía política, así como que las expectativas que recaen sobre la democracia son de lo más diverso y que la misma noción de «democracia» es reducida en muchos casos a aspectos o elementos parciales. Siendo todo ello cierto, no lo es menos que la idea y los ideales de democracia forman parte de manera determinante de lo que en la actualidad aún puede funcionar como meta utópica con capacidad de movilización política, aunque no se libren de los riesgos de una mitificación excesiva y de un uso ideologizante de los mismos que pueden distorsionar su realización efectiva.

Apuntado todo ello, es fácil constatar, además, que el redescubrimiento de la democracia, y máxime tras la caída de los regímenes comunistas con la consiguiente revalorización de la democracia liberal, ha traído consigo nuevas exigencias para la misma, a la vez que el talón de Aquiles de las democracias realmente existentes se revela en las prácticas corruptas que albergan en su seno. Ello explica que el debate sobre la corrupción, dadas las amenazas para la democracia que tal fenómeno conlleva, haya pasado al centro del debate democrático, obligando en última instancia a un replanteamiento de las relaciones entre sociedad y Estado (cf. Posada Carbó 1994).

2) No hay que perder de vista los rasgos peculiares de los escándalos por corrupción en España, de la misma manera que no hay que olvidar que la corrupción, con la defraudación de la confianza pública que supone la utilización de un cargo político para un ilegítimo enriquecimiento personal o de los allegados –o, en la otra vertiente no totalmente disociada de ésa: para la financiación irregular de un partido político–,ni es un fenómeno novedoso ni exclusivo de sociedad alguna. No hace falta insistir en esto último, pues tanto se puede consultar libros de historia o releer a autores como Aristóteles o Montesquieu, como atender, por lo que al presente se refiere, a noticias procedentes de Francia, Reino Unido, Japón…, por no citar la tagentópolisitaliana o casos como los de Collor de Melo en Brasil, Carlos A. Pérez en Venezuela y un largo etcétera. Consignado todo ello a título de referencias que indican una problemática común por desgracia bastante frecuente –¿universal de facto?–, los rasgos propios de la manera como se aborda la corrupción en España, aparte los motivos de su génesis, tienen que ver con que todavía no hace tanto que estrenamos democracia y con que, a pesar de ello, se nos ha presentado en el ámbito político un abismal trecho entre el dicho y el hecho: lo que ha soliviantado a la opinión pública española, y que hace enmudecer por la izquierda a la vez que muchos enarbolan la bandera de la indignación por la derecha, es que gran parte de los fenómenos de corrupción que han motivado los recientes escándalos –en cuya secuencia destacan los casos de Roldán y Rubio durante el primer semestre de 1994, para culminar con el redivivo caso GAL, a comienzo de 1995, en el que aflora mucho más que mera corrupción– hayan tenido lugar precisamente durante la administración de un Gobierno socialista que inició su andadura bajo el lema del cambio, apelando a la ética y autoavalándose por una centenaria historia de honradez. Es ese naufragio del proyecto socialista en las turbulentas aguas de las prácticas corruptas, que en el caso Filesa afectan al PSOE institucionalmente, lo que constituye uno de los rasgos peculiares de la actual situación política española, destacándose sobre otros casos de corrupción en los que son otras fuerzas políticas las implicadas (Naseiro, que afecta al PP; tragaperras, que toca al PNV; Casinos, que proyecta su sombra sobre CiU, etc. –cuestión aparte la confusa situación de la UGT ante el asunto PSV–).

Es, por tanto, fácil coincidir en que la dilapidación de ilusiones que todo lo reseñado ha supuesto, es uno de los rasgos sobresalientes de la evolución política de la democracia española. Ésta, aproximándose a la veintena de años y acumulando ya una significativa experiencia de ejercicio político democrático, hoy ve lejos incluso aquella etapa de desencanto posterior al empuje y la tensión iniciales que acompañaron a la transición. No hace falta, desde luego, ningún «reencantamiento», siempre peligroso por irracional y ambivalente, pero el problema se resitúa actualmente en cierta desafecciónque sólo se superaría con un incremento notable de entusiasmo colectivo por la democracia, el cual demanda como condición la eficacia en la lucha contra la corrupción política. El significativo grado de desconfianza política que se ha difundido entre amplios sectores de la población, alimentado por los excesos de la sospecha ilimitada y del amarillismo periodístico, puede afectar seriamente a las instituciones democráticas como tales, por lo que es urgente dejarla atrás atajando con clara voluntad políticatoda corrupción que se detecte: sus efectos desmoralizadoresy deslegitimadores suponen una carga insoportable para nuestro sistema político y su salud imprescindible. Cabe confiar en que vivimos en un Estado de Derecho que cuenta con los medios legales, jurídicos y políticos para luchar contra la corrupción y esperar que se vaya logrando esclarecer y practicar todo lo relativo a la responsabilidad política exigible ante los casos de corrupción, por más que el debate en torno a ella, y no sólo político, no esté ni mucho menos concluido (puede verse García Morillo 1994).

3) El empeño por la transparencia y contra la corrupción es factor clave en la maduraciónde la democracia, y de manera singular, por razones culturales y sociopolíticas, en nuestro caso de la sociedad española y su Estado. No es ninguna afirmación gratuita decir que nuestra democracia está necesitada de profundización, de maduración, e incluso cabe añadir también que de más fuerte consolidación, a poco que echemos la mirada más allá de lo que es estrictamente el asentamiento y legitimación política de sus instituciones. Abusando de la redundancia, lo que hace falta quizá quede bien expresado mediante la fórmula de «democratización de la democracia»,que sería la empresa colectiva en la que la lucha anticorrupción adquiriría su pleno sentido. ¿A dónde, si no, puede apuntar el proclamado «impulso democrático», hasta ahora ralentizado de manera un tanto limitada y frustrante? De no pensar que se ha agotado en resolver torpemente la parálisis institucional ante una serie de nombramientos bloqueados en sede parlamentaria, queda esperar que, efectivamente, tal impulso cobre fuerza hacia una verdadera revitalización democrática –no hay que dejar tampoco que nadie patrimonialice ahora esta expresión– orientada por la idea-guía de la participación. En esa dirección es oportuno recoger sugerencias puestas en circulación hace décadas y que hoy encuentran un momento propicio para fructificar y ser operativas: es necesario salir de las formas insuficientes de una mera «democracia espectadora» para avanzar hacia una efectiva«democracia participativa» (cf. Fromm 1979: 171 ss.; 1980: 153 ss.). Ello se ve reforzado subrayando que transparencia y participaciónvan juntas, lo cual hay que aplicarlo a la dinámica de las distintas instituciones, en especial a los partidos políticos, que han dado cobijo a la corrupción desde su interna y externa opacidad antidemocrática.

Al hablar de democratización de la democracia –fórmula que por la izquierda se puede hacer equivalente a la de «radicalización de la democracia»(cf. Habermas 1991a: 283 ss.)–, no se está proponiendo ningún extremo democratismo tan absurdo como inoperante, que no conduciría sino a situaciones irracionales –la que se produciría, por ejemplo, si para cualesquiera casos y situaciones se llevara más allá de lo practicable la exigencia de participación y, con ella, más allá de lo razonable, la regla de las mayorías–. No va por ahí la cosa cuando se apunta a la sentida necesidad de mejorar, extender y profundizar nuestra democracia. Por una parte, es incuestionable la necesidad de mejorar las instituciones y formas democráticas, potenciando en los distintos niveles políticos los cauces de participación–que no pueden limitarse a los mecanismos electorales, sobre los cuales, por lo demás, recae una amplia demanda de innovación–;por otra, igualmente es conveniente extender más el ejercicio de la democracia a través del amplio campo de la vida social –desde las asociaciones de vecinos hasta las de consumidores, desde los sindicatos hasta las asociaciones empresariales y colegios profesionales, desde los consejos escolares hasta los órganos de gobierno universitarios, desde los movimientos ciudadanos hasta las asociaciones culturales, etc.–,adecuándolo en cada caso a las características propias de cada ámbito. Tal es la salvedad para que en verdad sea asumible una difusión de los procedimientos democráticos que apunte a la construcción de «relaciones sociales nuevas y equilibrios de poder distintos» (Barcellona 1992: 109).

Una extensiónde la práctica de la democracia como la señalada es, sin duda, una tarea inacabada, como obviamente la puesta a punto mediante mejoras legales de los mecanismos de representación política propios de una democracia liberal. Pero, además, cuando se habla de profundización, va implicado en ello algo más que la referida extensión y que el mejoramiento de las formas institucionales de participación política para garantizar la mejor representatividad de la dinámica parlamentaria –no se resuelve ninguna de las cuestiones que hoy afronta la teoría de la democracia manteniendo la contraposición rígida entre democracia representativa y democracia participativa, asociando indisolublemente, y por tanto erróneamente, participación y democracia directa al modo más puramente rousseauniano (véase en tal sentido Cortina 1993: 89 ss.): de hecho, la representaciónexige la participación, y ésta no debe agotarse en la elección de representantes–.

4) La profundización de la democracia es el quehacer ético-político que demanda nuestro tiempo. Hay que transitar por la vía de profundización para superar las deficiencias de nuestra realidad sociopolítica, orientando así el empeño democrático contra la corrupción política. De tales deficiencias, unas son de carácter institucional, y por ahí han de subsanarse (medidas de control, legislación más actualizada y estricta, revisión de los procedimientos electorales, democratización efectiva de los partidos, etc.), y otras, las que ahora nos interesa más poner de relieve, se concentran con fuerza sobre un punto: el talante, el ethos dominante en nuestra sociedad, y por ende también en la denominada «clase política»,deja bastante qué desear para ser considerado como un fuerte y profundo ethos democrático capaz de impregnar y cualificar su vida política como una dinámica democrática radical y eficazmente sana.

Vale recordar, analógicamente, que si a nivel de la Unión Europea es reconocido el déficit democrático que arrastra la política comunitaria, a nivel nacional lo que encontramos es un patente déficit ético y moral en nuestra vida democrática. Al señalar tal déficit, de ninguna manera se trata de esgrimir acusaciones puritanas en torno a la moralidad de nuestra realidad social –entre otras cosas, porque«moralidad» no es un término que, en rigor, sea adecuado utilizarlo teniendo como referente la sociedad, pues se trata de algo que es de exclusiva competencia de los individuos (la sociedad como tal no es responsable de nada)–, sino que se apunta al hecho de que, en todo caso, en buena parte de los individuos que la componemos se echa en falta la asunción de una sólida moral democrática–lo cual es a su vez un hecho sociológico de lo más relevante, que da pie a hablar de la «moral social» imperante, susceptible de evaluarse desde el punto de vista moral–. Es sobre todo en esa dirección por donde hay que buscar las raíces de lo que se ha llegado a considerar como acusada desmoralizaciónpresente en la sociedad española. A propósito de tal diagnóstico no viene mal jugar con las palabras, habida cuenta de su etimología y actual polisemia –al modo del profesor Aranguren, difusor, tras los pasos de Ortega, de dicho diagnóstico (cf. Aranguren 1979: 53)–,para hacer hincapié en que si permanecemos bajos de moraltambién se nos puede venir abajo la democracia; de la misma manera que, por el contrario, sólo será posible una democracia viva si ésta se mantiene por ciudadanos con la moral alta, lo que en este caso implica: con una elevada moral democrática.

En el sentido expuesto, puede pensarse, continuando con Aranguren, que, frente a «esa pérdida de confianza en la empresa del quehacer colectivo» que constituye la desmoralización(cf. 1992: 106), se impone a la sensibilidad de las conciencias la necesidad de re-moralización (cf. 1991: 116). No obstante, ¿cómo entender la necesaria moralización, esclareciendo y discerniendo lo válido, asumible y postulable de entre la amplia gama de discursos que giran en torno a la «renovación ética» de la sociedad? Reparemos de momento en la paradoja que entraña el que dicha apelación tan frecuente, y con motivos suficientes para que así sea, justo se produzca en el momento sociocultural del crepúsculo del deber, cuando más cuestionados resultan socialmente los planteamientos deontológicos (cf. Lipovetsky 1994). Y entonces, ¿a qué ética se refieren tantos y qué moral proponen? Afinando por ahí, las cosas ya no están nada claras. Para clarificar tales cuestiones, además de situarnos en las coordenadas éticas y políticas que hemos ido dibujando, continuamos adelante partiendo de la doble tesis antropológica que ya venía sugerida desde el mismo título que encabeza estas páginas:

a) A la altura histórico-cultural en que nos encontramos, no puede corresponder a nuestra condición moral sino un sistema político democrático en el que vivir de una manera humanizante nuestra ciudadanía.

b) No es menos cierto que el hábitat democrático que éticamente reclamamos se verá peligrosamente devaluado, por lo menos, si no se mantiene en alza de manera políticamente eficiente nuestra condición de homo moralis.

El telón de fondo de la reflexión que aquí se articula es, pues, el reconocimiento de la realidad constitutivamente moral del hombre, en virtud de la cual su vida es insoslayable quehacer desde la libertad y a la que pertenece estructuralmente un momento imperativo ineludible (cf. Aranguren 1976: 47 ss.; 1994: 67-71). Éste se hace presente como deber y responsabilidad morales y no puede dejar fuera la dimensión política que pone en acción el juego de la reciprocidad de nuestra socialidad intersubjetiva. Todo ello es lo que entraña la condición de homo moralis, ese fruto maduro de la sapientización, que la orienta y la cualifica en tanto que producto de la consecución moderna de la autonomía del hombre como sujeto y la exigencia correlativa de ciudadanía política en que se complementa su particularidad como individuo (cf. Aranguren 1991: 215). Desde tales coordenadas, y levantando nuestro ángulo de mira más allá de la casuística inmediata, ¿cómo entender la exigencia de moralización contra la corrupción?

 

La necesidad de una moral democrática

La democracia, entendida como régimen de funcionamiento y legitimación de un Estado de Derecho caracterizado por la soberanía popular y su representación parlamentaria, así como por la división de poderes, y comprendida a la vez de forma más amplia como principio de vertebración política de la sociedad que se extiende además reticularmente por todos los cauces donde transcurre su pluriforme dinámica, exige por parte de los individuos unas actitudes morales que posibiliten la viabilidad de los mismos procedimientos democráticos en los que ellos participan. Puede decirse que la calidad democrática de la vida política de una sociedad, supuestos los procedimientos institucionales y mecanismos legales adecuados para la legitimación democrática del poder y el ejercicio controlado del mismo (la aportación del republicanismo liberal a la democracia moderna, subrayando el valor constitucional del «imperio de la ley»), se halla vinculada, aunque no dependa exclusivamente de ello, al grado de respeto mutuo, de veracidad, de solidaridad, de compromiso… que impregne las relaciones humanas que se dan en su seno, especialmente, claro está, ésas que urden la trama constituyente de lo político. Hasta tal punto pesa tal vinculación, que en el caso de una ausencia generalizada de dichas actitudes nos encontraríamos a buen seguro con la neutralización de las virtualidades de efectivo ejercicio de la democracia que portan las instituciones diseñadas para la articulación de la voluntad política de los ciudadanos. Las formas de la democracia pueden verse entonces pervertidas e incluso se puede llegar, en el extremo, a que se vean minadas las bases ético-políticas de un Estado de derecho.

Si es verdad, por una parte, que las «buenas instituciones» no garantizan que vaya a haber «buenos ciudadanos»,por más que quizá o probablemente lo favorezcan, no es menos cierto, por otra, que la talla moral de los individuos, su condición de «buenos ciudadanos», afecta al funcionamiento de las instituciones y, aunque tampoco baste por sí mismo para garantizarlo de manera correcta y eficaz, lo que sí es sabido es que una deficientecalidad moral «media» puede dar al traste con las posibilidades que brinden incluso unas «buenas instituciones». Tanto es resultado de una ingenua mitificación la confianza objetivista en las solas instituciones, como la ciega fe subjetivista en los solos individuos. Se trata de dos caras de una misma moneda: la acuñada desde un deficiente planteamiento de las complejas relaciones entre ética y política –por más que sea a partir del positivo reconocimiento de que no son ajenas–, ya para delegar la ética en las medidas jurídico-políticas, primando éstas según la solución que se pone tras de Montesquieu, ya para confiar en la ética como rectora para la política y su misma moralización, al modo que se atribuye a Rousseau (cf. Aranguren 1985: 119-142). Desde ambos lados acabará comprobándose que la moneda es falsa y el optimismo irracional que había desatado su puesta en circulación fácilmente se trocará, al constatar su inconsistencia, en un pesimismo igualmente irracional. En nuestro entorno es muy frecuente la polarización de cuño objetivista, como corresponde a la época posmoralista que en todo caso se acoge a una«ética indolora» que carga el acento sobre las reglas justas y el funcionamiento correcto de las instituciones, según diagnostica Lipovetsky (1994: 47 ss. y 57 ss.), aunque tampoco falta la de tipo subjetivista, alentada por la indignación. No obstante, frente a tales enfoques unilaterales conviene insistir en que la democracia supone un edificio jurídico-político que no deja la dinámica del poder a la débil contención que ejercería la sola buena voluntad de los individuos, pero que ademásno sólo implica una forma de gobierno y, en sentido más amplio, una manera de organizar la convivencia política, sino que también exige, y hasta cierto punto ha de suponer, una moral democráticaen la que se sustente, incluso como una condición de posibilidad singularmente relevante, lo que de hecho sea la realidad democrática de un país. Tal complementariedad entre el armazón institucional y el entramado moral es la que permite hablar de «sociedad democrática»y no sólo de «Estado democrático», pues, como sostiene con pleno acierto E. Morin, «la democracia no depende sólo de instituciones democráticas: depende también de una vida cívica y política rica y compleja» (1994: 182).

Las exigencias morales de la democracia vienen también realzadas por el hecho mismo de que hoy concite mayor unanimidad la consideración de que ella posee un incuestionable valoren cuanto único régimen político conforme con la exigencia del respeto debido a la dignidad de todos los hombres. Es esta estimación de la democracia como algo éticamente valioso la que deja atrás, por radicalmente insuficientes, expresiones ya tópicas del tipo «la democracia es el menos malo de los sistemas posibles».Por lo demás, y aparte la cuestión de en qué medida las democracias reales responden a dicha exigencia y a lo que de ello habría de derivarse, lo cierto es que la convergencia es cada vez mayor en la siguiente apreciación: el valor de la democracia no se limita a la instrumentalidad de un proceder«civilizado»para articular un eficiente equilibrio de poderes y para abordar, desde un marco de poder político suficientemente legitimado, la resolución de conflictos (políticos), la toma de decisiones que afectan a la colectividad y el control de su ejecución, sino que, además, supone un valor ético en sí misma por lo que es desechable la consideración de la misma sólo como mero mediopolítico , desde el cual el proceder aludido cobra su pleno sentido«humano», esto es, éticamente«dignificante»y políticamente «humanizante».

Una apreciación como la señalada en cuanto a lo valioso de la democracia es la que de una forma u otra se ve tematizada en diversos intentos de fundamentación ética de la misma son descollantes a este respecto los llevados a cabo por J. Habermas (cf., por ejemplo, 1991b: 155 ss. y especialmente 170-171) y por K. O. Apel, desde la ética discursiva o dialógicaen la que ambos vienen a coincidir (puede consultarse al respecto Cortina 1988: 181 ss.; 1991: 222-228). Dichos intentos no se limitan, obviamente, a corroborar dicha apreciación, sino que, dando razónde ella, se extienden después hacia el despliegue de las consecuencias normativas que para la razón moral se siguen de una valoración ética de la democracia que de ninguna manera se reduce a una consideración estratégico-instrumental. A ello hay que añadir que, desde ese punto de vista moral, además de a los problemas de fundamentación ética, no se puede dejar de atender a esos otros problemas distintos, aunque no divorciados de los anteriores, mas sí ubicados en un nivel de concreción práctica que acentúa la urgencia de su abordaje que tienen que ver con el funcionamiento de las democracias. En ese orden de cosas, respecto al cual las respuestas en cuanto a las cuestiones de fundamentación son necesarias por la orientación y el esclarecimiento insustituibles que proporcionan, mas no son suficientes, es donde se sitúa lo relativo a las actitudes que delinean el perfil de la moral democrática que dicho funcionamiento reclama. Sobre ellas y, en primer lugar, sobre la índole de esa moral democrática, se concentra nuestra atención en lo que sigue.

 

Más allá de la contraposición entre moral pública y moral privada:
La moral democrática como moralidad política de los individuos

Si estamos de acuerdo en que es necesaria una moral democrática, lo primero que se impone al hablar de ella es clarificar lo que cabe denominar su «estatuto ético».¿De qué moral se trata? En este punto la tendencia prevaleciente consiste en pensar que una moral democrática, planteada en función de la participación en la dinámica sociopolítica, hay que entenderla como «moral pública» así, por ejemplo, V. Camps al referirse a «virtudes públicas»(cf. 1990), puesto que lo relevante al caso es lo que tiene que ver con las relaciones con los demás de puertas afuera respecto del reducto de nuestra «vida privada». No se excluye, sino todo lo contrario, que cada cual tenga sus criterios y principios, es decir, su«moral privada» para lo que son los asuntos de su vida personal que le afectan sólo a él. Lo que se afirma de manera más generalizada es que, éticamente y de cara a la buena marcha de una sociedad democrática, sólo importa y es éticamente relevante lo que en la vida de los individuos tiene que ver con su actividad«pública».Esta xpresunta nítida separación entre lo público y lo privado conlleva de positivo el rechazo de todo lo que sea una intromisión autoritaria en el modo de vida de cada cual, que ha de respetarse siempre en tanto no repercuta negativamente sobre otros. La libertad del individuo ha de prevalecer siempre que no ocurra eso último, y así ha de reconocerse explícitamente en una sociedad pluralista y tolerante...

http://www.gazeta-antropologia.es/?p=3588

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