No nos referimos a la película, sino a esos soberbios infatuados que se pasean por algunas escuelas, en la actualidad, necesitados de estúdios específicos, pero reacios a cumplir con el deber sagrado de todo docente que es el de seguir estudiando.
Independientemente de la mejor o peor manera en que hayan resuelto el problema, lo cierto es que todas las sociedades humanas han presentado resistencia al reconocimiento del otro, culturalmente distinto, como igualmente humano. Parece en ese sentido de lo más plausible hablar de un «etnocentrismo espontáneo» como de un fenómeno universal, presente en todas las culturas, y que sólo empezó a ser dejado (parcialmente) atrás con el «salto» que supuso en diferentes tradiciones de determinadas áreas culturales la emergencia de religiones universalistas de salvación (cf. Jiménez 1984: 136 ss). Estas fueron portadoras en gran medida de un «núcleo ético común», que en todos los casos comportaba la propuesta de una moral universalista asentada sobre el reconocimiento de la igualdad básica de todos los hombres (cf. Fromm 1970: 95; 1973: 32-33; 1978: 64).
Puede considerarse el avance hacia tal reconocimiento y la consolidación del mismo como uno de los exponentes más claros de progresiva humanización, y como uno de los logros culturales más importantes, a pesar de su precariedad, obtenido de manera convergente desde tradiciones e historias distintas, las cuales se autotrascendían desde su particularidad hacia la universalidad. Aunque la percepción de lo humano universal siguiera siendo en gran medida etnocéntrica, la dirección de ese proceso, que llega hasta nosotros, quedó encaminada hacia el reconocimiento de la universalidad de lo humano --con la afirmación consiguiente de la igualdad de todos los hombres--, que hoy no tenemos por qué entenderla como contraria a la particularidad, sino como superadora del etnocentrismo (cf. Todorov 1992). Ha sido una tarea (inacabada) de siglos, que en Occidente se ha presentado con rasgos peculiares, entre los que hay que destacar la agresividad de su etnocentrismo, por un lado, pero también, por otro y como compensación, junto a la fuerza de sus tendencias universalizadoras, la potencia y alcance de su autorrelativización y autocrítica, resultados todos ellos de lo que ha sido su proceso de Ilustración, con sus deficiencias, mas indudablemente también con sus méritos.
Ese proceso de apertura de la particularidad a la universalidad, cuya clave radica en el reconocimiento del otro, ha sido, pues, un proceso largo, mediado por muchos factores y mediatizado por otras tantas circunstancias. Con todo, ha supuesto un avance paulatino hacia la exigencia de respeto a la dignidad de todos, esto es, de cada uno, aunque haya sido un avance logrado en muchos casos a través de rodeos penosos donde no estaba ausente la posibilidad de una regresión, posibilidad actualizada en ciertos momentos como facticidad histórica, aunque lo conseguido en cuanto al reconocimiento de dignidad y derechos quedara ya como cota respecto de la cual no cabía retorno. El proceso ha sido el de una maduración difícil, concentrándose buena parte de la dificultad en torno a cómo pensar lo diferente para afirmar transculturalmente la igualdad de todos en aquello que es universal. Cabe afirmar que el etnocentrismo primario, aliado con el principio de identidad que opera desde la misma gramática, fueron obstáculos difíciles de superar para ir a la ruptura de la ingenua, distorsionada y siempre peligrosa equiparación de lo humano a la particularidad de lo propio de cada grupo, etnia, sociedad, etc. Es tal reducción absolutamente injustificada la que se esconde detrás del uso descriptivo del término «barbarie».
Si en las sociedades humanas ha sido moneda frecuente ese etnocentrismo primario que lleva a identificar como genuinamente humano lo que son rasgos propios de la etnia a la que se pertenece, nada tiene de extraño que la distinción entre civilización y barbarie sea una distinción muy antigua, sostenida desde el momento en que desarrollos culturales muy diversos entre sí dieron lugar a sociedades contrastantes en sus condiciones tecnoeconómicas y modos de vida, en sus instituciones y creencias (cf. Bestard-Contreras 1987: 49 ss). Desde que se produjo ese contraste, percibido como desnivel en cuanto a los respectivos desarrollos culturales, se hizo presente la tendencia a describir a los extraños en términos impregnados de connotaciones valorativas de signo negativo. Tales descripciones, cargadas de prejuicios, han sido cauce de expresión del temor a lo diferente, y de afirmación de la supuesta propia superioridad, quedando normalmente lo primero encubierto tras la manifiesta explicitación de lo segundo. La función ideológica del discurso aparentemente descriptivo estaba servida; sólo hacía falta acoplarlo a las distintas necesidades de justificación: expansión territorial, colonización, expolio, esclavización de poblaciones vecinas, etc.
En el ámbito cultural griego, en el que en gran parte hunde sus raíces la tradición cultural de Occidente, encontramos de manera clara esa distinción y ese discurso descriptivo desvalorizador. Tanto es así, que el término «bárbaro» procede directamente del griego, en el que decantó su significado desde la acepción neutra de «extranjero» --más exactamente, «el que no habla la propia lengua», que es lo que quiere decir la palabra griega «bárbaros», de origen onomatopéyico--, hacia la acepción valorativa de «salvaje», «rudo», «no civilizado»; en definitiva, infrahumano. Los testimonios a ese respecto son abundantes, y van desde Heródoto, que describe la barbarie --en especial la de los escitas-- en términos opuestos a una noción de civilización absolutamente determinada por las características de la propia sociedad, hasta el mismísimo Aristóteles, quien en la cumbre del pensamiento griego no avanzó, sin embargo, un paso para superar el limitado y distorsionante antagonismo civilización-barbarie. Basta para corroborarlo asomarse a su Política y ver sus alusiones a los bárbaros, caracterizados por serles ajena la polis, con todo lo que a su estructuración sociopolítica se le suponía de desarrollo económico y cultural. Más concretamente, encontramos que dicha obra se abre con un capítulo que finaliza precisamente poniendo en boca de los poetas --y de entre éstos, el poeta por excelencia sabemos que era Homero-- la equiparación entre barbarie y servidumbre, y la consiguiente preconización y justificación del dominio de los griegos --ciudadanos de la polis, que eran los considerados hombres plenamente humanos, aunque a decir verdad tal condición quedaba restringida a los adultos varones--: «Por esto dicen los poetas, con sobrada razón, que los griegos sean señores de los bárbaros, casi dando a entender que naturalmente es todo uno, ser bárbaro y ser siervo» (Aristóteles 1985: 30).
Puede considerarse un hecho antropológico que toda civilización ha tenido sus bárbaros, que en cada caso han sido unos determinados otros, diferentes, extraños y peligrosos a la vez, vistos como inferiores, pero al mismo tiempo difíciles de dominar; su presunta mayor proximidad a la naturaleza parecía darles una fuerza que el hombre de la civitas no podía sino temer y tratar de domeñar mediante una violencia mayor. Lo bárbaro es así lo no integrable, lo que no encaja en la propia cultura, lo que desde ésta no alcanza el estatuto de plena humanidad, aun cuando se reconozca a los bárbaros la pertenencia a la misma especie biológica. Es en este sentido interesante constatar cómo, ya en el Imperio romano, heredero de la noción griega de barbarie, aplicada a los celtas y muy en especial a los pueblos germanos, la difusión de ideas cosmopolitas, de concepciones más coherentemente universalistas como las de los estoicos, no lograron hacer mella en la dicotomía, consolidada como irreductible, entre civilización y barbarie.
Sorprende de manera análoga, aunque por más fuertes motivos, el caso del cristianismo, religión universalista de suyo radicalmente igualitarista --todos los hombres son iguales ante Dios--, pero que no sólo no pudo sustraerse durante mucho tiempo al prejuicio cultural de la mencionada dicotomía, sino que incluso la asumió como propia --algo que no debe extrañar, desde el momento en que alcanzó el reconocimiento de religión oficial del Imperio--, para reciclarla bajo la equiparación de barbarie y paganismo, a medida que la romanitas fue siendo reemplazada por la cristiandad.
Para el mundo medieval cristiano, bárbaros son los normandos, los vikingos, las «hordas» que acosan a la cristiandad por oriente, como tártaros y mongoles... Curiosamente, al mundo islámico no se le suele aplicar el calificativo «bárbaro», sino el de «infiel»; después de todo, comparte con el cristianismo una filiación religiosa común --forman parte del tronco abrahámico--, aunque su trayectoria se haya desviado. Y por otra parte, dadas las negativas connotaciones infravalorativas de cualquier descripción de una sociedad o cultura diferente como bárbara, difícilmente se puede calificar así a toda una civilización que en la Edad Media toma la delantera a la cristiandad en lo que a desarrollo cultural se refiere. La fuerza de los hechos hace en ese caso imposible el uso ideológico que es connatural al concepto descriptivo de barbarie.
Durante la «revolución renacentista» (cf. Heller 1980: 8 ss), también en este asunto cambia el panorama. Por una parte, el refinamiento de los humanistas italianos les agudiza la mirada para percibir la barbarie en su más inmediato entorno cultural --franceses y españoles son calificados como bárbaros--, a lo que se suma la idealización y elevación a paradigma del mundo clásico, desde donde la propia cultura pasa a ser valorada en términos de déficit respecto de los logros grecolatinos. Por otra parte, los nuevos descubrimientos, y en especial el de América, originan un terremoto intelectual que obliga a replantear muchas ideas antropológicas. De suyo, es en el Renacimiento cuando se abre paso la afirmación consecuente de la universalidad de la condición humana y de la consiguiente igualdad de todos los hombres --todo ello tematizado en torno a un concepto de naturaleza humana que trata de recoger lo específico y universal del hombre, es decir, aquello en virtud de lo cual todos los hombres son humanos--, mas tampoco tal teorización de cuño humanista impide que se siga hablando de los otros como bárbaros: de inmediato, los indígenas americanos pasaron a ser descritos --es decir, «des-calificados»-- como tales. Sin embargo, si eso es sabido, como igualmente está más que desvelado el encubrimiento ideológico que el discurso de la barbarie comenzó a ejercer desde muy pronto sobre las prácticas colonialistas, no es tan conocido el hecho de que en las relaciones interculturales de la América precolombina también se hacía uso de términos equivalentes a los del binomio civilización-barbarie, con el mismo esquema de superioridad-inferioridad, y junto con análogas pretensiones de dominio. A ese respecto, considerando todo ello desde una amplia perspectiva antropológica, afirma Todorov:
La primera reacción, espontánea, frente al extranjero es imaginarlo inferior, puesto que es diferente de nosotros: ni siquiera es un hombre o, si lo es, es un bárbaro inferior; si no habla nuestra lengua, es que no habla ninguna, no sabe hablar, como pensaba todavía Colón. Y así, los eslavos de Europa llaman a su vecino alemán nemec, el mudo; los mayas de Yucatán llaman a los invasores toltecas nunob, los mudos, y los mayas cakchiqueles se refieren a los mayas mam como «tartamudos» o «mudos». Los mismos aztecas llaman a las gentes que están al sur de Veracruz nonualca, los mudos, y los que no hablan náhuatl son llamados tenime, bárbaros, o popoloca, salvajes. Comparten el desprecio de todos los pueblos hacia sus vecinos al considerar que los más alejados, cultural o geográficamente, ni siquiera son propios para ser sacrificados y consumidos (el sacrificado debe ser al mismo tiempo extranjero y estimado, es decir, cercano) (Todorov 1990: 84).
Por lo demás, conviene reparar que incluso para aquéllos que, ante los excesos inhumanos de la conquista y colonización de América, optaron a favor de la defensa de los indios, éstos no dejaron de ser considerados como bárbaros. Bartolomé de las Casas, por ejemplo, los describe así, llegando a sostener, bajo el rótulo común de «barbarie», un triple encasillamiento de los pueblos indígenas según fuera el desarrollo cultural alcanzado. Pareciendo anticipar planteamientos del antropólogo decimonónico L. Morgan, Las Casas propone un primer grado de barbarie --el menos bárbaro-- calificado de tal por su diferencia cultural (creencias, costumbres, etc.), aunque supone disponer de una organización política compleja y eficaz (caso de los aztecas e incas); junto a ése, el segundo grado se caracteriza por no utilizar la escritura --criterio que se mantendrá después por otros, pudiendo ser encontrado en el neoevolucionista V. Gordon Childe (1973)--, mientras que al tercer grado le corresponde ya un estado de cuasisalvajismo, con costumbres «perversas», sin ley ni religión, de manera tal que la amenaza que constituyen por sí mismos esos bárbaros les hace poco menos que acreedores de una guerra defensiva (cf. Las Casas 1958: 307-308).
José de Acosta, en la misma línea y a pesar de su defensa humanitaria de los indios, igualmente los describe, en su Historia natural y moral de las Indias, como bárbaros, especialmente los que carecen de un «gobierno» (organización política) de algún modo centralizado y estructurado a la manera estatal --como era el caso de incas y aztecas, con sus monarquías imperiales, a pesar de su carácter tiránico-- (cf. Acosta 1979: 280).
Por otra parte, estos autores como Las Casas o Acosta, ya no vinculan a la barbarie ninguna cualidad, o más bien su carencia, «natural». Ven en el bárbaro la posibilidad del acceso a la civilización, la cual la contemplan apoyada en la naturaleza humana común a todos. En ese sentido, al considerar la barbarie como un estado virtualmente transitorio --los europeos habrían pasado por él tiempo atrás--, Acosta y Las Casas anticipan el esquema evolutivo que se impondrá en la Ilustración y que harán suyo los primeros antropólogos evolucionistas: la secuencia salvajismo, barbarie, civilización. Por lo demás, también estos autores renacentistas, enmarcados en la neoescolástica del barroco español, adelantan muy significativamente otra cuestión de gran impacto en el pensamiento posterior: la visión del buen salvaje --sus ecos se perciben en Rousseau--, que por un lado contrapesa por vía de idealización el sesgo infravalorativo de las descripciones de los indígenas (cf. Savater 1992) y, por otro, acusa el rebote de esas descripciones en una barbarie de diferente índole, la barbarie moral, y ya no cultural, de los conquistadores, de forma que la noción se vuelve contra éstos dejando vía libre para la exaltación ingenua de lo indígena.
Aparcando de momento ese uso de «barbarie» emparejado a las visiones del buen salvaje, lo que conviene ahora destacar es cómo el uso descriptivo del término pasó al pensamiento ilustrado en general, haciendo patente su etnocentrismo y, por tanto, los límites del universalismo propio de los planteamientos filosóficos, antropológicos, éticos y políticos de la razón ilustrada. La Ilustración europea tendrá serios problemas para pensar la diferencia. El ya mencionado Rousseau, como Herder y otros casos puntuales --cabe citar a Diderot--, se presentan como excepciones en un panorama intelectual que permanece muy cerrado ante la alteridad. La metafísica del sujeto, que desde el paradigma de la conciencia constituye el nervio de la filosofía moderna, incurre en lo que cabe considerar un doble error antropológico: la falacia abstractiva, que deja atrás al hombre concreto, y la falacia generalizadora, que hace extensivo al hombre de todo tiempo y lugar rasgos y características propios del hombre europeo. Los avances en la defensa de la libertad y la igualdad de todos los hombres se ven así lastrados por la cerrazón etnocéntrica para un adecuado tratamiento de la diferencia y, a su través, para planteamientos más próximos a un dialógico universalismo intercultural y menos aferrados a un monológico universalismo impositivo.
La contraposición barbarie-civilización se enquista fuertemente en el pensamiento occidental, y no sólo eso, sino que encuentra además un nuevo marco operativo en la concepción ilustrada de la historia como progreso. Calificados los otros como bárbaros, el camino está expedito para justificar lo que sea en el «avance civilizatorio» de la humanidad. Hegel es buen ejemplo de ello: no tiene empacho alguno en hacerlo así, y no es de extrañar en una concepción teleológico-metafísica de la historia como la suya, que quiere cargar dialécticamente con lo negativo de la misma, pero que acaba justificando («historiodicea») como necesario todo lo negativo, apelando siempre que haga falta a la criptoprovidencialista «astucia de la razón».
Anteriormente, el mismísimo Kant, sin llegar a los extremos etnocentristas hegelianos, también justifica, en polémica con Herder, la colonización «civilizadora» occidental (cf. Kant 1987: 55), aunque hay que decir en honor a la verdad que rechaza con duras palabras la injusticia acarreada por las «visitas conquistadoras» hechas a países de otras latitudes (cf. Kant 1985: 28). No obstante, hay razones para pensar que la lógica interna de la ética kantiana se quiebra un tanto en torno a toda esta cuestión: la exigencia moral incondicionada de respetar la dignidad de todo hombre, tratando su humanidad como fin y no como medio, parece retroceder, no ante la conquista, pero sí ante la colonización de los pueblos bárbaros --inevitablemente supone dominio y violencia--, con el argumento encubridor de que el progreso de la civilización lo requiere y de que, además, esos otros, después de todo, permanecen en la «minoría de edad» de quienes no han alcanzado su autonomía --punto de apoyo, para Kant, de la dignidad del hombre y de la exigibilidad del respeto a la misma--. Se trataría en tal caso de promover el paso desde la barbarie, caracterizada por Kant como el estado de una situación con poder, pero sin libertad ni ley (cf. Kant 1991: 290), hasta la civilización, la cual, en la perspectiva kantiana, sigue siendo etapa intermedia en el progreso de la humanidad hacia la moralidad.
La idea de progreso es, pues, el nuevo punto focal para hacer inteligible la historia, y desde él cobra renovadas fuerzas el concepto descriptivo de barbarie, que nunca deja de ser valorativo. Ya uno de los padres de la moderna idea de progreso --sabido es que tiene su génesis en la asunción secularizada, por parte de la razón autónoma, de lo que era la visión teológica de una historia de salvación--, como es Turgot, ve el progreso, o los «progresos», según prefiere decir, como el tránsito paulatino de la barbarie a la civilización. En un principio, la primera «iguala a todos los hombres» (Turgot 1991: 39); después, procesos «desiguales» originan un asincrónico avance civilizatorio. La ilustración, cuya palanca es la escritura, hace retroceder los límites de la barbarie. No obstante, el progreso es frágil --Turgot aún no sostenía la visión fuertemente determinista que pronto se impondría, como aparece ya en Voltaire--, y la barbarie, con lo que supone de ferocidad, ignorancia, predominio de la avaricia, etc. --como,por cierto, «todavía la vemos en los indios americanos» [sic] (Turgot 1991: 37)--, puede retornar, que es lo que ya ocurrió en la Edad Media.
Esa idea de progreso es la que se traspasa a la primera corriente con la que nace la antropología cultural: el evolucionismo cultural. Para sus representantes, como Morgan y Tylor, toda la humanidad pasaría por esas tres etapas de salvajismo, barbarie y civilización. El concepto de barbarie recibe en manos de estos primeros antropólogos científicos un tratamiento que pretende ser más riguroso. Deja de ser un concepto descriptivo laxo, para ser una categoría científico-antropológica, la cual, sin embargo, no deja de arrastrar las connotaciones negativas de una infravaloración encubierta. Así, Morgan aplica «bárbaro» al otro no civilizado aún, que si bien ha salido del salvajismo gracias a la domesticación de las plantas, del cultivo de cereales sobre todo, y ha traspasado la barrera tecnológica del «arte de la alfarería», no ha llegado todavía al alfabeto fonético, base para el uso generalizado de la escritura y pórtico del «estado de civilización» (cf. Morgan 1975: 77 ss y 99 ss). A ello se asocia el desarrollo institucional de las sociedades civilizadas, las cuales encuentran en la propiedad y en la demarcación territorial las bases para el surgimiento y desarrollo del Estado como forma de organización política (cf. Morgan 1975: 523 ss). Tales puntos de vista del antropólogo norteamericano no sirven para refrenar su occidentalismo, sino en todo caso lo contrario, al poner a arios y semitas a la cabeza de los procesos civilizatorios, y reducir luego esa vanguardia a los arios europeos a partir de cierto momento histórico. Es verdad que ello se afirma al lado de la postulación de la igualdad básica de todos los hombres, pues la civilización es accesible a todos, y que de ninguna manera se ve el proceso histórico como degradación humana, ni como constituido por desarrollos diferentes de las razas humanas que fueran debidos a supuestas «desigualdades naturales». El inconveniente, pues, es que la afirmación de la condición humana común se ve lastrada por el etnocentrismo que se anexiona a los otros devaluándolos como (nuestros) primitivos (cf. San Martín 1985: 51 ss). Tras ello, la mencionada afirmación se convierte en fácil máscara encubridora de las prácticas colonialistas, justificadas como potenciación de la marcha ascendente hacia la civilización en aquellos pueblos y culturas que habrían tardado siglos todavía en alcanzarla por sí solos.
Si este evolucionismo cultural representa el momento en que la noción de barbarie entra en el discurso científico, representa también el momento en que se muestra su radical insuficiencia como categoría descriptiva con pretensiones de validez objetiva. Los desarrollos ulteriores en el campo de la antropología, desde el particularismo histórico en adelante, han ido descalificando la noción, aunque esa batalla ganada al etnocentrismo occidental no haya significado una victoria definitiva y haya tenido como contrapartida en muchos casos ir a parar a un relativismo extremo paralizante, que abdica de toda pretensión universalista, incluso en el plano de la teoría, para quedar encerrado en el círculo particularista de la diferencia. Eso no pasaría de ser un problema epistemológico provinciano si no fuera por las repercusiones éticas del relativismo cultural extremo: tachar de etnocéntrica --o si no así, de imposible-- toda pretensión de una ética universalista. Siguiendo la pista a los avatares del término «barbarie», lo que tal relativismo extremo consigue es descalificar la utilización pertinente, que poco a poco se ha ido abriendo camino, de «barbarie» como noción ética, arrojándola por la borda con la justa denuncia del uso descriptivo de la misma como algo absolutamente improcedente. La cuestión es que para esto último basta con un relativismo moderado, una posición antietnocéntrica que dé paso a un nuevo universalismo, verdaderamente humanista por transcultural y ecológicamente equilibrado (cf. Gómez García 1987)..."
https://www.ugr.es/~pwlac/G10_04JoseAntonio_Perez_Tapias.html
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