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viernes, 7 de junio de 2019

ANTIGUOS EXPLORADORES NOS LEGARON MODERNOS VIAJEROS TURÍSTICOS

ANTIGUOS EXPLORADORES NOS LEGARON MODERNOS VIAJEROS TURÍSTICOS
Ya en otro libro (De la Tribu Urbana que no se habla) escribía sobre una nueva casta de mochileros imbuidos de su fe militante, que se lanzan a recorrer territorios ancestrales de altas culturas, generalmente partiendo de la ciudad de Buenos Aires o de sus alrededores y se comportan como conquistadores, pretendiendo cambiar todo aquello que consideran equivocado de esos lugares. Los menos se asombran de la cortesía del saludo de los locales (los que logran notarlo), de las vestimentas adecuadas al clima de una gran amplitud térmica, de los carteles escritos con faltas de ortografía, que son el resultado de la yuxtaposición (http://www.ecured.cu/Yuxtaposici%C3%B3n) del lenguaje local y el de los conquistadores, del cual se sienten tan orgullosos estos personajes mal educados (1). Y lo peor de todo, mas allá, de las burlas sin ningún fundamento es el destrozo de monumentos o las pintadas en los mismos que es igual, porque no representan a SU cultura.
Pero ello no hace mas que demostrar de donde se sienten llegando, como europeos, a tierras de personas de piel cobriza, a los que presuponen inferiores y a los que se sienten obligados a reformar. Cuando es muy conocido que el lenguaje, para usarlo de ejemplo, tiene una base de cotidianidad, que se impone hasta en la mente del mas prominente científico (ver en Antropología Estructural del autor citado mas abajo).
Todo ello me hace recordar al maestro: en el "...capitulo 4 LA BÚSQUEDA DEL PODER
(2)
Un incidente fútil, que queda en mi memoria como un presagio, me dio el primer indicio de esos olores inciertos, de esos vientos cambiantes, anunciadores de una tempestad más profunda. Como había renunciado a la renovación de mi contrato con la Universidad de Sao Paulo para consagrarme a una larga campaña en el interior del país, me adelanté a mis colegas, y algunas semanas antes que ellos tomé el barco que había de llevarme nuevamente al Brasil. Por pri
mera vez después de cuatro años, yo era el único universitario a bordo; por primera vez también, había allí muchos pasajeros: hombres de negocios extranjeros, y, sobre todo, los integrantes de una misión militar que se dirigía al Paraguay. Estos últimos volvieron irreconocible la travesía familiar y el ambiente del barco, antaño tan sereno. Tanto los oficiales como sus esposas confundían un viaje transatlántico con una expedición colonial, y el servicio de instructores de un ejército —en definitiva bastante modesto—, con la ocupación de un país conquistado, para la que se preparaban en el puente (por lo menos moralmente): lo habían transformado en plaza de armas, adjudicando el papel de indígenas a los pasajeros civiles. Estos ni sabían cómo evitar una insolencia que por lo ruidosa había conseguido provocar malestar hasta en el puente de oficiales. La actitud del jefe de la misión era opuesta a la de sus subordinados; él mismo y su mujer eran dos personas de conducta discreta y atenta; me abordaron un día en el rincón poco frecuentado donde intentaba huir de la batahola, se informaron de mis trabajos anteriores, del objeto de mi misión, y por algunas alusiones me hicieron comprender su papel de testigos impotentes y comprensivos. El contraste era tan flagrante que parecía ocultar algún misterio; tres o cuatro años más tarde, el incidente volvió a mi memoria cuando leí en los diarios el nombre de aquel oficial superior cuya posición personal era, en efecto, paradójica. ¿Habrá sido entonces cuando comprendí por primera vez lo que, en otras regiones del mundo, circunstancias tan desmoralizadoras como ésta me enseñaron después definitivamente? Viajes: cofres mágicos de promesas soñadoras, ya no entregaréis vuestros tesoros intactos.
Una civilización proliferante y sobre excitada trastorna para siempre el silencio de los mares. Los perfumes de los trópicos y la frescura de los seres son viciados por una fermentación de hedores sospechosos que mortifica nuestros deseos y hace que nos consagremos a recoger recuerdos semicorruptos.
Hoy, cuando islas polinesias anegadas de hormigón son transformadas en portaaviones pesadamente anclados en el fondo de los mares del sur, cuando Asia entera cobra el semblante de una zona enfermiza, cuando las «villas miseria» corroen África, cuando la aviación comercial y militar marchita el candor de las selvas americanas o melanesias aun antes de poder destruir su virginidad, ¿cómo la pretendida evasión del viaje podría conseguir otra cosa que ponernos frente a las formas más desgraciadas de nuestra existencia histórica? Esta gran civilización occidental, creadora de las maravillas de que gozamos, no ha conseguido, ciertamente, producirlas sin su contra parte. Como su obra más admirable, pilar donde se elaboran arquitecturas de una complejidad desconocida, el orden y la armonía de Occidente exigen la eliminación de una prodigiosa masa de subproductos maléficos que infectan actualmente la Tierra. Lo que nos mostráis en primer lugar, ¡oh viajes!, es nuestra inmundicia arrojada al rostro de la humanidad.
Entonces comprendo la pasión, la locura, el engaño de los relatos de viaje. Traen la ilusión de lo que ya no existe y que debería existir aún para que pudiéramos escapar a la agobiadora evidencia de que han sido jugados 20 000 años de historia. Ya no hay nada que hacer: la civilización no es más esa flor frágil que preservábamos, que hacíamos crecer con gran cuidado en algunos rincones abrigados de un terruño rico en especies rústicas, sin duda amenazadoras por su lozanía, pero que permitían variar y vigorizar el plantel.
La humanidad se instala en el monocultivo; se dispone a producir la civilización en masa, como la remolacha. Su comida diaria sólo se compondrá de este plato.
Antaño se arriesgaba la vida en las Indias o en las Américas para traer bienes que hoy nos parecen irrisorios; madera de brasa (de ahí Brasil), tintura roja, o pimienta, por la que en tiempo de Enrique IV se enloquecían hasta tal punto que la corte ponía sus granos en estuches de caramelos, para mordisquearlos. Esas sacudidas visuales u olfativas, ese gozoso calor en los ojos, esa quemazón exquisita en la lengua, agregaban un nuevo registro al teclado sensorial de una civilización que no había sospechado siquiera su propia insipidez. ¿Diremos entonces que nuestros modernos Marco Polo traen de esas mismas tierras, ahora en forma de fotografías, libros y relatos, las especias morales que nuestra sociedad, sintiéndose naufragar en el hastío, necesita con mayor apremio?
Otro paralelo me parece más significativo. Pues estos modernos condimentos son, quiérase o no, falsificados. No ciertamente porque
su naturaleza es puramente psicológica, sino porque, por más honesto que sea el narrador, no puede ya traérnoslos de manera auténtica.
Para que consintamos en recibirlos es necesario, por una manipula
ción que en los más sinceros es sólo inconsciente, entresacar y tami
zar los recuerdos y sustituir lo vivido por lo estarcido. Abro esos relatos de exploradores; me describen la tribu x como salvaje, la cual conserva todavía en la actualidad las costumbres de no sé qué humanidad primitiva, caricaturizada en algunos breves capítulos. Y yo he pasado semanas enteras de mi vida de estudiante anotando las obras que hace cincuenta años, y también recientemente, hombres de ciencia consagraron al estudio de esa misma tribu antes de que el contacto con los blancos y las epidemias siguientes la redujeran a un puñado de miserables desarraigados.
Tal otro grupo, que un viajero adolescente descubriera y estudiara en cuarenta y ocho horas, según se dice, fue entrevisto (y esto no es un hecho desdeñable) durante un desplaza
miento fuera de su territorio en un campamento provisional ingenua
mente tomado o confundido por una aldea permanente. Y se velaron cuidadosamente los métodos de acceso, los cuales hubieran revelado el puesto misional —en relaciones cotidianas con los indígenas desde hace veinte años—, la pequeña línea de barcos de motor que se interna hasta lo más profundo del país, pero que el ojo adiestrado descubre a partir de menudos detalles fotográficos, pues el encuadre no siempre consigue evitar las latas oxidadas donde esa humanidad virgen cocina su rancho.
La vanidad de esas pretensiones, la credulidad ingenua que las acoge y hasta las suscita; el mérito, en fin, que consagra tantos esfuerzos inútiles (como no sea que contribuyen a extender el deterioro que, por otra parte, se empeñan en disimular), todo esto implica resortes psicológicos poderosos, tanto en los actores como en su público. El estudio de ciertas instituciones indígenas puede contribuir a esclarecerlos. Pues la etnografía está en condiciones de ayudar a comprender la moda que atrae hacia ella toda esa concurrencia que la desfavorece.
Para buen número de tribus de América del Norte, el prestigio social de un individuo está determinado por las circunstancias que rodean ciertas pruebas a las cuales los adolescentes deben someterse en la pubertad.
Algunos se abandonan sin alimento en una balsa solitaria; otros van a buscar aislamiento a la montaña, expuestos a las fieras, al frío y a la lluvia. Durante días, semanas o meses, según el caso, se privan de comer, toman sólo productos salvajes o ayunan largos períodos, y hasta agravan su quebrantamiento fisiológico con el uso de vomitivos. Todo es un pretexto para provocar el más allá: baños helados y prolongados, mutilaciones voluntarias de una o varias falanges, desgarramiento de las aponeurosis mediante la inserción de clavijas puntiagudas bajo los músculos dorsales, atadas con cuerdas a pesados fardos que intentan arrastrar.
Si no llegan a tales extre-mos, por lo menos se agotan en trabajos gratuitos: depilación del cuerpo pelo por pelo, o de ramajes de pino hasta despojarlos de todas sus espinas, ahuecamiento de bloques de piedra, etc.
En el estado de embotamiento, de debilidad o de delirio en que los dejan estas pruebas y ejercicios, esperan encontrar comunicación con el mundo sobrenatural. Conmovido por la intensidad de sus sufrimientos y plegarias, un animal mágico se verá forzado a apare-cérseles; una visión les revelará al que desde ese momento será su espíritu guardián, así como el nombre por el cual serán conocidos y el poder particular otorgado por su protector, que les concederá privilegios y rangos en el seno del grupo social.
¿Se dirá que estos indígenas nada tienen que esperar de la socie
dad? Instituciones y hábitos les parecen iguales a un mecanismo cuyo funcionamiento monótono no deja lugar al azar, a la fortuna o al talento.
El único medio de forzar la suerte sería arriesgarse en esas fronteras peligrosas donde las normas sociales dejan de tener un sentido al mismo tiempo que las garantías y las exigencias del grupo se desvanecen: ir hasta los límites de lo civilizado, de la resistencia fisiológica o del sufrimiento físico y moral. Pues es sobre este borde inestable donde se exponen a caer, ya sea del otro lado para no volver o, por el contrario, a captar, en el inmenso océano de inexplo-tadas fuerzas que rodea a una humanidad bien regulada, una provi
sión personal de poder, gracias a la cual será revocado un orden social, de otra manera inmutable, en favor del temerario.
Con todo, esa interpretación aún parece superficial. Pues en esas tribus de las praderas o de la meseta norteamericana no se trata de creencias individuales que se opongan a una doctrina colectiva. La dialéctica completa depende de los hábitos y de la filosofía del grupo. Del grupo aprenden su lección los individuos; la creencia en los espíritus guardianes es un hecho del grupo, y la sociedad toda entera es la que señala a sus miembros que para ellos no existe oportunidad alguna en el seno del orden social, si no es al precio de una tentativa absurda y desesperada para salir de él.
¿Quién no ve hasta qué punto esta «búsqueda del poder» se en
cuentra reeditada en la sociedad francesa contemporánea bajo la forma ingenua de relación entre el público y «sus» exploradores? También a nuestros adolescentes, desde la pubertad, se les da venia para obedecer a los estímulos a los cuales todo les somete desde la primera infancia, y para franquear de cualquier manera la influen
cia momentánea de su civilización.
Puede ser hacia arriba, por la ascensión de alguna montaña, o hacia lo profundo, descendiendo a los abismos; también horizontalmente, aventurándose hasta el cora
zón de regiones lejanas. Finalmente, la desmesura que se busca puede ser de orden moral, como ocurre en aquellos que voluntariamente se exponen a situaciones tan difíciles que los conocimientos actuales parecen excluir toda posibilidad de supervivencia.
Frente a los resultados que quisiéramos llamar racionales de esas aventuras, la sociedad exhibe una indiferencia total. No se trata ni de descubrimiento científico ni de enriquecimiento poético y literario, ya que los testimonios son, con la mayor frecuencia, de una pobreza ofensiva. Lo que importa es el hecho de la tentativa y no su objeto. Como en nuestro ejemplo indígena, el joven que durante algunas semanas o meses se aisla del grupo para exponerse, ya con convicción y sinceridad, ya, por el contrario, con prudencia y astucia (las sociedades indígenas también conocen estos matices), a una situación exce
siva, vuelve dotado de un poder que entre nosotros se expresa por artículos periodísticos, importantes tiradas y conferencias en salas repletas, pero cuyo carácter mágico se encuentra atestiguado por el proceso de automistificación del grupo, que explica el fenómeno en todos los casos.
Pues esos primitivos, a quienes basta con visitar para volver purificado, esas cumbres heladas, esas grutas y esas selvas profundas, templos de altas y aprovechables revelaciones, son, de diferente manera, los enemigos de una sociedad que representa para sí misma la comedia de ennoblecerlos en el momento en que termina de suprimirlos, pero que sólo experimentaba hacia ellos espanto y repugnancia cuando eran adversarios verdaderos. Pobre presa cazada en las trampas de la civilización mecánica, ¡oh, salvajes de la selva amazónica!, ¡tiernas e impotentes víctimas!; puedo resignarme a comprender, el destino que os anonada, pero de ninguna manera a ser engañado por esta brujería más mezquina que la vues
tra, que ante un público ávido enarbola álbumes en kodachrome en reemplazo de vuestras máscaras destruidas. ¿Cree acaso éste que con ellos conseguirá apropiarse de vuestros encantos? No satisfecho aún, y ni siquiera consciente de aboliros, necesita saciar febrilmente con vuestras sombras el canibalismo nostálgico de una historia a la cual ya habéis sucumbido..." (Pag. 41 a 45)
2)- Tristes trapiques
Publicado en francés por Librairie Plon, París
Traducción de Noelia Bastard Revisión técnica de Eliseo Verón
Cubierta de Mario Eskenazi y Pablo Martín
© 1955 by Plon, París
© 1988 de todas las ediciones en castellano,
Ediciones Paidós Ibérica, S.A.,
Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona
y Editorial Paidós, SAICF,
Defensa, 599 - Buenos Aires
http://www.paidos.com
DESCARGA EN
Antropología & Cultura
TRISTES TRÓPICOS
CLAUDE LÉVI - STRAUSS
PDF: https://bit.ly/2YL2VjT

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