En uno de mis viajes por el país encontré a un camionero, descendiente de ancestros alemanes del Volga. Este hombre parco y tranquilo, ya había asimilado parte de la cultura de la tierra, porque se trataba de la tercera generación de su etnia en estas tierras. El camionero de Olavarría recibiría en uno de sus viajes, antes de conocerme, una lección gratuita de un compañero de trabajo, pero la enseñanza no refería a su trabajo, sino se trataba de cultura, de la genuina, la de la tierra. Antes debemos decir, que estas personas llegadas a nuestro país en las últimas décadas del Siglo XIX son de los pocos inmigrantes con auténticos antecedentes en el laboreo extensivo de la tierra, de los muchos que llegaron y pasaron por el Hotel de Inmigrantes en Buenos Aires, previo paso por la Aduana, donde consignaron, en una amplia mayoría, sus profesiones de ciudad (Carpinteros, zapateros, herreros, hojalateros, deshollinadores y sigue la lista, que no viene a cuento en este escrito). De lo que se deduce, que nuestros pueblos originarios o sus descendientes mestizos: los gauchos, les enseñaron a esos nóveles agricultores y ganaderos los pormenores del oficio. Pero este no era el caso, o, mejor dicho esta es la excepción, que confirma la regla.
En el viaje que nos conocimos charlamos de muchos temas y luego de un tiempo, al saber mi profesión me relató un hecho, que paso a contarles, como me acuerdo, porque no tomé notas debido a lo espontáneo de la situación: “…Me contrataron para transportar “gaviones de piedra”, para apuntalar deslaves en el camino más allá de Aluminé en la Provincia de Chubut: ¿Conoce la zona? (me preguntó y le respondí que había pasado por ese lugar). Bueno, como no conocía el lugar, ni el camino, ni tenía experiencia en rutas de ripio de la cordillera, me asignaron un guía mapuche (nunca me dijo el nombre y yo muy cansado, por el viaje de 800 kilómetros, no pregunté), trabajamos haciendo viajes unos días, comíamos y dormíamos en fondas y pensiones, porque era parte del trato y luego de un tiempo se terminó el trabajo. En el último viaje, ya llegando a Aluminé, que era el lugar donde nos separaríamos, encontramos un grupo de charabones de choique (ñandú de Darwin, o, ñandú petizo, o, ñandú de la cordillera), aparentemente sin madre, porque se encontraban solos al costado del camino. Paré el camión y me bajé. De un salto mi compañero estaba en mi trayectoria hacia los choiques y, muy enojado, me dijo que ya habíamos comido suficiente en la fonda antes de partir, que no necesitaba matar los charabones. Le contesté que no, que pretendía subirlos al camión y llevarlos al campo propiedad de mi familia, en Olavarría. Me dijo que no, que no lo intente y llevó su mano a la cintura, donde yo sabía que tenía un cuchillo o facón corto, cubierto con un cinturón ancho. Le pedí que se tranquilice y le reiteré que no pensaba matarlos. Igual morirán, en el viaje o en tú campo respondió, agregando, que no son animales de las planicies y que el cambio de vida los mataría…
El hombre, mientras hablaba demostraba una profunda intriga y admiración de la actitud de su compañero, por el tono y la postura, se había dado cuenta que el originario hablaba muy en serio y me dijo, que no le había quedado más remedio que subir al camión, sin los choiques, que pidió disculpas a su compañero y le dijo que continuara hasta su lugar, pero sentía esa necesidad de contar la experiencia y preguntar si conocía el motivo, porque él era un hombre de campo devenido en camionero, que hubiese cuidado muy bien a los choiques, porque sabía, desde muy pequeño tratar con animales. Sumado a la constancia de lo tranquilo que se había manifestado el mapuche en todo el tiempo que estuvieron juntos trabajando. No entendía, o, le costaba entender. En ese momento salí de la somnolencia de largos días durmiendo unas pocas horas en lo profundo de la noche y le dije lo único que se me ocurrió: “Pasa que es parte de su cultura, vinculada a la tierra, a la madre tierra, que cuida de sus hijos y para él (con mucha razón acoté), estabas por matar sin motivo a los animales, porque es cierto, que no podrían soportar el viaje en la caja del camión, o donde los ubiques, porque morirían de calor”.
Cuando bajé de su camión, en las afueras de Olavarría, para seguir viaje hacia Santa Clara del Mar, para descansar de cuatro meses de viajes, ya sonreía calmado en su intriga, porque recordaba relatos de sus abuelos, sobre antiguos habitantes de Rusia, que se parecían mucho y me agradeció la información, prometiendo contarle a sus hijos la experiencia, con el nuevo enfoque aprendido en un viaje con un mapuche y luego, con un viejito de barbas (para esa época todavía no era el “viejo loco”, o, nadie me había bautizado, como tal).
El viejito de barbas pocos minutos antes de conocer al camionero.
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