IDEA DE LA HISTORIA
Cuando Francis Fukuyama decidio anunciar EL FIN DE LA HISTORIA (
El fin de la Historia y el último hombre
Libro de Francis Fukuyama
El fin de la Historia y el último hombre es un libro de Francis Fukuyama de 1992. Fukuyama expone una polémica tesis: la Historia, como lucha de ideologías, ha terminado, con un mundo final basado en una democracia liberal que se ha impuesto tras... Wikipedia) no se imaginaba que ese muerto viviente podría seguir dando retoños: Y de qué manera!, casi podría decirse que el estado liberal degeneró en las mas diversas de las formas y apenas dibuja sus perfiles, mientras la historia sigue narrando las crisis, los éxitos y los fracasos de los nuevos estados que sucedieron al liberal y que no dejan de mutar, incluso de enfrentarse entre ellos.
El fin de la Historia y el último hombre
Libro de Francis Fukuyama
El fin de la Historia y el último hombre es un libro de Francis Fukuyama de 1992. Fukuyama expone una polémica tesis: la Historia, como lucha de ideologías, ha terminado, con un mundo final basado en una democracia liberal que se ha impuesto tras... Wikipedia) no se imaginaba que ese muerto viviente podría seguir dando retoños: Y de qué manera!, casi podría decirse que el estado liberal degeneró en las mas diversas de las formas y apenas dibuja sus perfiles, mientras la historia sigue narrando las crisis, los éxitos y los fracasos de los nuevos estados que sucedieron al liberal y que no dejan de mutar, incluso de enfrentarse entre ellos.
Con los libros de los pensadores de la Historia parece ocurrir lo mismo, por cuanto, en algunos casos, autores fallecidos, publican nuevos libros, sobre la base de manuscritos y la edición de personas interesadas en continuar su obra. Mas una cantidad de nuevos autores y de documentos de investigación que se ofrecen en la tendencia que surgió del ejemplo del código abierto. Todo ello haciendo la salvedad que las personas o autores que no lograron hacer el duelo por sus pérdidas ideológicas, como dice Fontana, suelen buscar un nuevo ámbito (o nuevos patrones).
De todas formas el acceso a los autores o a los investigadores y sus producciones es lo que cambió la percepción del común de las personas sobre esos personajes que suelen trabajar, por ellos y por su comunidad, que ahora son un poco mas conocidos, aunque no les guste tanto ese conocimiento. Pero los que han salido, indudablemente, beneficiados son los que quieren estudiar e investigar de esas producciones, aunque falta bastante alfabetización informática, para que sea aun mas fácil acceder, que también corre de la mano con el aumento de la calidad educativa. Supongo que en poco tiempo lo que parece mucho o dificultoso no lo será tanto o, al menos, no resultará tan fácil decirlo.
Idea de la historia [1946]
Siempre es un hecho digno de llamar la atención el repetido número de veces que una obra es reimpresa. Se puede preguntar si se trata de vigencia o de inercia, dado que ambos motivos suelen ocurrir. ¿Cuál fue el caso de Idea de la historia, el libro póstumo de Robin George Collingwood, arreglado por su discípulo T. M. Knox? La palabra vigencia puede ser equívoca. Prefiero sustituirla por validez. Idea de la historia es un libro pleno en validez y, como toda obra de su índole, vigente hasta cierto punto. De hecho, se trata de un libro cuya validez lo ha hecho permanentemente vigente. Los años lo convirtieron en un auténtico clásico del siglo XX. Las múltiples impresiones de esta obra se deben tal vez a razones distintas por lo que respecta a su versión original y a su traducción española, realizada por dos finos escritores: Edmundo O’Gorman y Jorge Hernández Campos. Si el original ofrece una tersa prosa inglesa, su versión castellana no desmerece. Sin embargo, si se atiende a la recepción de este libro en su ámbito lingüístico propio, Idea de la historia se fue convirtiendo en un referente obligado en la filosofía de la historia anglosajona, que pasó de cierta indiferencia a una revaloración muy justa,sobre todo a partir de Louis O. Mink, tal vez el comentarista que le dio un nuevo impulso a la vigencia collingwoodiana. Paulatinamente fue aumentando la bibliografía sobre Collingwood y el interés sobre el resto de su obra. En español, el caso no deja de ser interesante. Precisamente el Fondo de Cultura Económica se dio a la tarea de dar a conocer, además, otros tres libros fundamentales de nuestro autor, fallecido en su natal Oxford, en plena guerra mundial, en 1943. El Fondo publicó su extraordinaria Autobiografía, Los principios del arte y el también póstumo y arreglado por Knox Idea de la naturaleza. Esto ocurrió en los años 1950. Al principio de la década siguiente, el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM dio a conocer en español el Ensayo sobre el método filosófico. Mientras este último sólo fue publicado una vez, los otros libros de Collingwood han alcanzado algunas reimpresiones, pero muy pocas en comparación con Idea de la historia. En eso sí coinciden el original y la traducción al español. En cambio, contrasta el hecho de que en nuestro medio ha habido escasez notoria de trabajos consagrados al pensamiento de su autor. Otro libro de Collingwood traducido al español fue Ensayos sobre filosofía de la historia (1970), que recoge ensayos publicados por su autor en revistas de su tiempo, y que fue compilado y publicado como libro en 1965 por la Universidad de Texas. Recientemente, gracias al interés despertado por la hermenéutica, sabemos que Hans-Georg Gadamer fue un entusiasta lector de Collingwood y propició la traducción del libro de que nos ocupamos y de la autobiografía al alemán, y él mismo le dedica un espacio digno de llamar la atención en Verdad y método. Pero volviendo al caso mexicano, el que la obra siguiera teniendo aceptación entre los lectores se debe más a que ha sido un valioso auxiliar didáctico desde 1962, que cobró impulso tras su segunda reimpresión en 1965. A partir de 2004, los lectores tienen un libro que aumentó de la página 323 a la 610. ¿Cómo fue esto posible? El empeño del profesor holandés Jan van der Dussen es el responsable. En 1993 apareció una edición revisada de este libro, que ofrecía esas casi 300 páginas de más. La sección de manuscritos de la Biblioteca Bodleiana de la Universidad de Oxford guarda no sólo tesoros medievales, sino ológrafos de todos los tiempos, entre los cuales se encuentran los manuscritos de quien fuera también profesor de esa prestigiada casa de estudios. Van der Dussen los estudió y se dio a la tarea de reconstruir la edición de Idea de la historia, enriqueciéndola con nuevos textos, a saber: “Análisis preliminar. La idea de una filosofía de algo y, en particular, de una filosofía de lahistoria” (1927), “Conferencias sobre filosofía de la historia” (1926) y “Esbozos de una filosofía de la historia” (1928). Ahora bien, Collingwood dio un giro en su trayectoria en 1924, con su libro Speculum mentis, hacia la filosofía de la historia, sin abandonar su interés en la filosofía de la mente y la metafísica, temas sobre los cuales siguió trabajando casi hasta su muerte y su penosa enfermedad que lo afectó sobre todo en los últimos cinco años de su vida. La filosofía de la historia pasó a ser el centro de su actividad como profesor a partir de 1926, y los materiales que se agregan a la nueva edición de Idea de la historia son los primeros textos que preparó como apoyo a sus lecciones inaugurales y sus cursos sobre la materia en Oxford. Así, no obstante consagrar esfuerzos a otros temas y otros libros, como los ya mencionados sobre estética y sobre el método filosófico que representan sus ideas, sobre todo el primero, sobre filosofía de la mente, siempre estuvo trabajando en asuntos de filosofía de la historia. Algunos de los trabajos que forman parte de Ensayos sobre filosofía de la historia muestran la continuidad que guardan estos nuevos materiales de la edición aumentada del clásico y que tendrían su culminación en lo que preparó al final de su vida, cuando en 1939 decidió elaborar dos libros, el multicitado Idea de la historia, que básicamente se centraba en la primera y muy leída parte relativa a su recorrido sobre la historia de la idea de la historia, y lo que emparienta aquello que Knox reunió dentro de la parte llamada “Epilegómenos”, con otro libro que proyectaba, The Principles of History. Este otro libro, por cierto, apenas apareció en 1999, gracias al esfuerzo conjunto del mismo profesor Van der Dussen y del célebre filósofo de la historia William H. Dray, uno de los revaloradores de Collingwood. Ojalá no pase mucho tiempo en que esta obra pueda ser apreciada por los lectores de nuestra lengua. El estudio introductorio del mencionado profesor holandés a la nueva edición de la Idea…, no sólo aclara muchas de estas cuestiones, sino que ofrece interesantes posturas sobre el pensamiento del gran historicista inglés. Su trabajo como editor de Collingwood es ejemplar, no sólo por las páginas rescatadas sino por sus agudos comentarios sobre la evolución de ese pensamiento. Sobra decir que Jan van der Dussen es autor de un libro, History as a Science: The Philosophy of R. G. Collingwood, publicado en La Haya en 1981. Es, sin duda, la autoridad en la materia. Las nuevas partes que se pueden leer en la versión actual del libro ejemplifican la riqueza temática que ofrece la filosofía de la historia. Básicamente Collingwood se centró en aspectos epistemológicos, los cuales son tratados con un rigor excepcional. Los historiadores deben acudir a un libro de esta naturaleza, porque los ayuda al reflexionar sobre el sentido de su quehacer, sobre los fundamentos de su disciplina. La edición revisada de Idea de la historia es un nuevo hito para el cultivo de la reflexión sobre la historia, llámesele teoría o filosofía. Sería deseable que se siguiera el ejemplo de la filósofa española Concha Roldán (Entre Casandra y Clío) quien dedica un ensayo sugestivo y muy bien planteado al pensamiento de Collingwood, el cual, a su vez, tiene mucho que decirle a los lectores. Los afectados por el prurito de solamente citar lo último, no podrán comprender “lo último” sin haber recorrido un camino para el cual la reflexión collingwoodiana es fundamental.
Siempre es un hecho digno de llamar la atención el repetido número de veces que una obra es reimpresa. Se puede preguntar si se trata de vigencia o de inercia, dado que ambos motivos suelen ocurrir. ¿Cuál fue el caso de Idea de la historia, el libro póstumo de Robin George Collingwood, arreglado por su discípulo T. M. Knox? La palabra vigencia puede ser equívoca. Prefiero sustituirla por validez. Idea de la historia es un libro pleno en validez y, como toda obra de su índole, vigente hasta cierto punto. De hecho, se trata de un libro cuya validez lo ha hecho permanentemente vigente. Los años lo convirtieron en un auténtico clásico del siglo XX. Las múltiples impresiones de esta obra se deben tal vez a razones distintas por lo que respecta a su versión original y a su traducción española, realizada por dos finos escritores: Edmundo O’Gorman y Jorge Hernández Campos. Si el original ofrece una tersa prosa inglesa, su versión castellana no desmerece. Sin embargo, si se atiende a la recepción de este libro en su ámbito lingüístico propio, Idea de la historia se fue convirtiendo en un referente obligado en la filosofía de la historia anglosajona, que pasó de cierta indiferencia a una revaloración muy justa,sobre todo a partir de Louis O. Mink, tal vez el comentarista que le dio un nuevo impulso a la vigencia collingwoodiana. Paulatinamente fue aumentando la bibliografía sobre Collingwood y el interés sobre el resto de su obra. En español, el caso no deja de ser interesante. Precisamente el Fondo de Cultura Económica se dio a la tarea de dar a conocer, además, otros tres libros fundamentales de nuestro autor, fallecido en su natal Oxford, en plena guerra mundial, en 1943. El Fondo publicó su extraordinaria Autobiografía, Los principios del arte y el también póstumo y arreglado por Knox Idea de la naturaleza. Esto ocurrió en los años 1950. Al principio de la década siguiente, el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM dio a conocer en español el Ensayo sobre el método filosófico. Mientras este último sólo fue publicado una vez, los otros libros de Collingwood han alcanzado algunas reimpresiones, pero muy pocas en comparación con Idea de la historia. En eso sí coinciden el original y la traducción al español. En cambio, contrasta el hecho de que en nuestro medio ha habido escasez notoria de trabajos consagrados al pensamiento de su autor. Otro libro de Collingwood traducido al español fue Ensayos sobre filosofía de la historia (1970), que recoge ensayos publicados por su autor en revistas de su tiempo, y que fue compilado y publicado como libro en 1965 por la Universidad de Texas. Recientemente, gracias al interés despertado por la hermenéutica, sabemos que Hans-Georg Gadamer fue un entusiasta lector de Collingwood y propició la traducción del libro de que nos ocupamos y de la autobiografía al alemán, y él mismo le dedica un espacio digno de llamar la atención en Verdad y método. Pero volviendo al caso mexicano, el que la obra siguiera teniendo aceptación entre los lectores se debe más a que ha sido un valioso auxiliar didáctico desde 1962, que cobró impulso tras su segunda reimpresión en 1965. A partir de 2004, los lectores tienen un libro que aumentó de la página 323 a la 610. ¿Cómo fue esto posible? El empeño del profesor holandés Jan van der Dussen es el responsable. En 1993 apareció una edición revisada de este libro, que ofrecía esas casi 300 páginas de más. La sección de manuscritos de la Biblioteca Bodleiana de la Universidad de Oxford guarda no sólo tesoros medievales, sino ológrafos de todos los tiempos, entre los cuales se encuentran los manuscritos de quien fuera también profesor de esa prestigiada casa de estudios. Van der Dussen los estudió y se dio a la tarea de reconstruir la edición de Idea de la historia, enriqueciéndola con nuevos textos, a saber: “Análisis preliminar. La idea de una filosofía de algo y, en particular, de una filosofía de lahistoria” (1927), “Conferencias sobre filosofía de la historia” (1926) y “Esbozos de una filosofía de la historia” (1928). Ahora bien, Collingwood dio un giro en su trayectoria en 1924, con su libro Speculum mentis, hacia la filosofía de la historia, sin abandonar su interés en la filosofía de la mente y la metafísica, temas sobre los cuales siguió trabajando casi hasta su muerte y su penosa enfermedad que lo afectó sobre todo en los últimos cinco años de su vida. La filosofía de la historia pasó a ser el centro de su actividad como profesor a partir de 1926, y los materiales que se agregan a la nueva edición de Idea de la historia son los primeros textos que preparó como apoyo a sus lecciones inaugurales y sus cursos sobre la materia en Oxford. Así, no obstante consagrar esfuerzos a otros temas y otros libros, como los ya mencionados sobre estética y sobre el método filosófico que representan sus ideas, sobre todo el primero, sobre filosofía de la mente, siempre estuvo trabajando en asuntos de filosofía de la historia. Algunos de los trabajos que forman parte de Ensayos sobre filosofía de la historia muestran la continuidad que guardan estos nuevos materiales de la edición aumentada del clásico y que tendrían su culminación en lo que preparó al final de su vida, cuando en 1939 decidió elaborar dos libros, el multicitado Idea de la historia, que básicamente se centraba en la primera y muy leída parte relativa a su recorrido sobre la historia de la idea de la historia, y lo que emparienta aquello que Knox reunió dentro de la parte llamada “Epilegómenos”, con otro libro que proyectaba, The Principles of History. Este otro libro, por cierto, apenas apareció en 1999, gracias al esfuerzo conjunto del mismo profesor Van der Dussen y del célebre filósofo de la historia William H. Dray, uno de los revaloradores de Collingwood. Ojalá no pase mucho tiempo en que esta obra pueda ser apreciada por los lectores de nuestra lengua. El estudio introductorio del mencionado profesor holandés a la nueva edición de la Idea…, no sólo aclara muchas de estas cuestiones, sino que ofrece interesantes posturas sobre el pensamiento del gran historicista inglés. Su trabajo como editor de Collingwood es ejemplar, no sólo por las páginas rescatadas sino por sus agudos comentarios sobre la evolución de ese pensamiento. Sobra decir que Jan van der Dussen es autor de un libro, History as a Science: The Philosophy of R. G. Collingwood, publicado en La Haya en 1981. Es, sin duda, la autoridad en la materia. Las nuevas partes que se pueden leer en la versión actual del libro ejemplifican la riqueza temática que ofrece la filosofía de la historia. Básicamente Collingwood se centró en aspectos epistemológicos, los cuales son tratados con un rigor excepcional. Los historiadores deben acudir a un libro de esta naturaleza, porque los ayuda al reflexionar sobre el sentido de su quehacer, sobre los fundamentos de su disciplina. La edición revisada de Idea de la historia es un nuevo hito para el cultivo de la reflexión sobre la historia, llámesele teoría o filosofía. Sería deseable que se siguiera el ejemplo de la filósofa española Concha Roldán (Entre Casandra y Clío) quien dedica un ensayo sugestivo y muy bien planteado al pensamiento de Collingwood, el cual, a su vez, tiene mucho que decirle a los lectores. Los afectados por el prurito de solamente citar lo último, no podrán comprender “lo último” sin haber recorrido un camino para el cual la reflexión collingwoodiana es fundamental.
[Álvaro MATUTE. “La nueva Idea de la historia o el rescate de Collingwood”, in La Gaceta del Fondo de Cultura Económica (México), nº 406, octubre de 2004, pp. 27-28]
Hannah Arendt Tv
#Biblioteca Idea de la Historia - R. G. Collingwood
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La historia después del fin de la historia
Josep Fontana
Josep Fontana
¿El fin de la historia? ¿O tal vez el de la ciencia histórica? En el primer sentido, esta expresión se ha puesto de moda como consecuencia de un artículo de Francis Fukuyama publicado en 1989, cuya fama se debe ante todo a la orquestación que para su difusión organizó la John M. Olin Foundation, una institución norteamericana que invierte anualmente millones de dólares para favorecer un viraje a la derecha en la enseñanza de las ciencias sociales. Reconvertido posteriormente en un libro, su amplificación ha servido para poner más en evidencia su vaciedad: se trata simplemente de una reelaboración más de la tesis de Hegel que contemplaba “el mundo germánico y las instituciones que comprende el estado europeo moderno como el fin de la historia”; viejas ideas recicladas repetidamente desde que Kojève las volvió a poner en circulación en los años treinta, mezcladas ahora con gotas de Nietzsche para componer lo que se ha calificado de “libro de rezos hegeliano” para el conservadurismo norteamericano, mientras un crítico se pregunta: “¿Por qué una obra de tan evidente mediocridad ha obtenido tanta atención pública?... ¿Por qué un editor ha podido emplear tanta energía y capital para lanzar un libro tan pueril y de tan escaso interés?”.
En el segundo sentido –o, cuando menos, en una forma ambigua que implica el primero y, sobre todo, el segundo-, encontramos la expresión como título de una secuencia de artículos publicados en la revista británica History Today, que se inició con uno de Christopher Hill titulado “¿Funerales prematuros?”, donde, refiriéndose a tópicos como “la muerte del marxismo” o “el fin de la historia”, afirmaba que “tal vez los habitantes del Tercer Mundo no estén tan seguros de que la historia se haya acabado”.
Las reflexiones que expongo en este pequeño volumen no tiene la pretensión de resolver el problema –o, mejor, los problemas-, sino que aspiran, simplemente, a ayudar a quienes se interesan por el estudio de la historia, y muy en especial a quienes se dedican a su enseñanza, a orientarse en el laberinto de corrientes que ha venido a reemplazar aquel mapa tan claro de nuestro territorio que hace pocos años solía dividirse en dos o tres continentes: la historia “marxista”, la académica conservadora y alguna supuesta “tercera vía”, como la escuela de las Annales.
El punto de partida de esta reflexión debe ser el fracaso de las expectativas que se habían depositado en formas elementales y catequísticas del marxismo como alternativa a la enseñanza y la investigación tradicionales. A quienes piensan que esto es, simplemente, una consecuencia del hundimiento político y económico de los países del Este europeo y de la Unión Soviética –esto es, a quienes confunden el curso de la historia con el de la ciencia histórica-, les conviene recordar que ya hace mucho que quienes nos dedicamos a enseñar habíamos descubierto, por nuestra cuenta, que reemplazar la vieja historia de reyes y batallas por la no -tan- nueva de los modos de producción no nos había permitido mejorar y hacer más vivo nuestro trabajo, aproximándolo a los problemas reales de los alumnos y de su medio, y que nos estábamos planteando estos problemas mucho antes de que se produjera la reciente oleada “revisionista”.
No entraré ahora en el análisis de las razones que explican el triunfo, primero, y el previsible hundimiento, después, del “marxismo catequístico”, porque lo que me propongo es, precisamente, examinar qué ha pasado después del fin, por lo cual comenzaré a partir del mismo fracaso, ya que ha sido el descrédito de unos esquemas elementales que proporcionaban a muchos historiadores un marco de referencia para situar su trabajo lo que ha conducido al estado de desorientación presente.
No se había llegado entre nosotros a extremos de suspensión del sentido común como el de Abimael Guzmán, el llamado “presidente Gonzalo” de Sendero Luminoso, quien, según me contaban quienes habían sido sus discípulos en la Universidad de Huamanga, en Ayacucho, les enseñaba que no habían de preocuparse por resolver intelectualmente ningún problema que se les plantease, incluso en su vida cotidiana, puesto que leyendo atentamente las obras de Marx, Engels, Lenin, Stalin y Mao Tse – tung encontrarían en algún lugar la respuesta que necesitaban.
Pero si esto resulta grotesco, y puede tranquilizarnos no haber llegado a tanto, conviene no echar en olvido que prácticas que se consideraban normales y admitidas entre nosotros, como las discusiones escolásticas acerca de la revolución burguesa –un concepto, por cierto, que no se hallará como tal en las obras de Marx, y que procede de los elementos con que la historiografía burguesa del siglo XIX quiso componer una legitimación de la sociedad que estaba construyendo-, nacen de la misma raíz y son igualmente ajenas a la forma de concebir la historia que tenía el hombre que en 1879 afirmaba que no podía acabar de escribir el volumen segundo de El capital hasta que concluyese la crisis económica que estaba atravesando Gran Bretaña, porque necesitaba reajustar el análisis teórico “observando el curso actual de los acontecimientos”. Lo cual viene a ser exactamente lo contrario de lo que hacían los cultivadores de nuestro “marxismo ortodoxo”, que hubieran denunciado al Marx de 1879 como un vulgar positivista.
Este pseudomarxismo –para entendernos emplearé en lo sucesivo “marxismo” y “marxista” para referirme a estas formas escolásticas, y “marxiano” y “marxismo crítico” para el pensamiento personal de Marx y para aquellas tendencias que lo reflejan más fielmente-, que ha sido denunciado por su reducción al “cientifismo”, implicaba una utilización petrificada, fosilizadora, de los conceptos marxianos (con frecuencia de la simple terminología, y no siempre bien entendida) que se ha calificado como una forma de fetichismo, reclamando la vuelta a una consideración “histórica” de los conceptos, que es la propia de Marx, cuya capacidad para repensar y corregir los esquemas, incluso algunos que se consideran erróneamente como integrantes de una parte fija y esencial de su “sistema”, resulta evidente del estudio de sus reflexiones sobre “el caso ruso”, que nos permite advertir que posiblemente había superado al visión unilineal de la historia que el “marxismo” posterior codificó en la sucesión única de los modos de producción.
Frente a esta reivindicación posible y lógica del pensamiento marxiano –entendido como un método y no como un sistema de interpretación completo y cerrado– encontramos en un pasado inmediato intentos de recuperar el marxismo ortodoxo sobre nuevas bases, como el de Cohen –contra el que se dirige esencialmente la crítica de Derek Sayer citada anteriormente-, o el más reciente de Wright, Levine y Sober, que tratan de oponer alguna forma de razonamiento a la grosera irracionalidad del infinito número de críticos que se limitan a repetir que el fracaso de los regímenes del Este europeo “demuestra” la caducidad del pensamiento marxiano –lo cual es tan coherente como sostener que la crisis de las cajas de ahorro norteamericanas “demuestra” la caducidad del de Adam Smith– o contra los casos, todavía más pintorescos, que se ofrecen alegremente a “superar” lo que ni siquiera comprenden, integrándolo dentro de nuevos sistemas generales de pensamiento (o de algo que tiene tales pretensiones).
Pero de lo que quiero hablar, como he dicho al principio, no es del método de Marx (esto es, del método “marxiano”) y de lo que queda de útil en él después de los feroces intentos de desguace a que hemos asistido, sino de la situación de desconcierto que ha producido este hundimiento de una vieja fe, que ha dado lugar a sorprendentes conversiones y que ha dejado desamparados a muchos de los que sostenían arrimados a las andaderas del marxismo catequístico, a quienes vemos vagando como almas en pena, buscando un nuevo arrimo, sin encontrar otro catecismo equivalente que les devuelva la vieja confianza y la perdida alegría, dedicados a probar con cada una de las nuevas modas que aparecen en el mercado.
Hay que comenzar aclarando que la primera reacción que suele suscitar la crisis de una fe es generalmente el escepticismo. Lo cual significa, en este caso, la desconfianza ante cualquier planteamiento teórico, que puede muy bien traducirse en formas de positivismo enmascaradas de posmodernidad, en un eclecticismo superficial o en una sensación de que lo que necesitamos es cambiar con frecuencia el bagaje metodológico, renovándolo de acuerdo con las modas de cada temporada.
Eso no ha sucedido ahora por primera vez. Algo semejante les ocurrió, por ejemplo, a quienes habían compartido la visión de la sociedad y del hombre del nazismo. Quienes se enfrentan hoy a un producto intelectual en apariencia tan abstracto como Los dos cuerpos del rey de Kantorowicz, difícilmente adivinarán que este tratado de “teología política” es el fruto del desengaño de un hombre que, siendo profesor de la Universidad de Frankfurt, en 1933, y previendo su próxima expulsión de ella, por el hecho de ser de origen judío, escribía al ministro de Educación de Prusia:
Creía que alguien como yo, que me alisté voluntario en agosto de 1914, que he combatido, durante la guerra y después de ella, contra los polacos en Poznan, contra la insurrección espartaquista en Berlín y contra la república soviética en Munich, no había de temer verse despojado de su cargo a causa de su ascendencia judía; creía que por los escritos que he publicado sobre el emperador Federico II Hohenstaufen no necesitaría garantía, pasada ni presente, para demostrar mis sentimientos a favor de una Alemania reorientada en un sentido nacional; creía que mi actitud fundamentalmente entusiasta hacia un Reich dirigido en un sentido nacional iba mucho más allá de la actitud común, determinada por los acontecimientos.
De ese modo semejante podemos pensar que el escepticismo ante la interpretación del texto propugnada por Paul de Man tiene mucho que ver con su amargo despertar de una cierta fe en el nazismo que la publicación de sus artículos periodísticos en los años de la ocupación alemana de Bélgica ha puesto en evidencia, más allá de toda duda y de cualquier posibilidad de “deconstrucción”.
El hundimiento del entorno ideológico en que se sostenía nuestro mundo puede dar también, en otros contextos, resultados parecidos de desconfianza. Citaré, para tomar un ejemplo que escojo deliberadamente de un campo muy distinto, aparentemente ajeno ala historia, el esfuerzo de análisis del lenguaje y del discurso realizado por el grupo de Oulipo, bajo la inspiración de Raymond Queneau, que me parece que tiene mucho que ver con la crisis provocada en Francia por la segunda guerra mundial. Cuando uno se enfrenta a la obra literaria de Georges Perec, y en especial a La vie. Mode d´emploi, o a sus inacabados 53 jours, debe recordar que su fundamento es esencialmente autobiográfico. Sólo que una biografía como la suya, que se inicia en la infancia con el absurdo horror de ver muertos a su madre, recluida en Auschwitz, y a tres de sus cuatro abuelos, igualmente deportados, no podía encauzarse ni por los caminos de la historia académica –que Perec había comenzado a estudiar y cuya vaciedad ha satirizado agudamente– ni por los de la narración convencional. ¿Cómo verter en estos marcos, que presuponen la aceptación de la racionalidad del sistema establecido, y en especial de sus valores morales y sociales, una experiencia vital semejante?
En el segundo sentido –o, cuando menos, en una forma ambigua que implica el primero y, sobre todo, el segundo-, encontramos la expresión como título de una secuencia de artículos publicados en la revista británica History Today, que se inició con uno de Christopher Hill titulado “¿Funerales prematuros?”, donde, refiriéndose a tópicos como “la muerte del marxismo” o “el fin de la historia”, afirmaba que “tal vez los habitantes del Tercer Mundo no estén tan seguros de que la historia se haya acabado”.
Las reflexiones que expongo en este pequeño volumen no tiene la pretensión de resolver el problema –o, mejor, los problemas-, sino que aspiran, simplemente, a ayudar a quienes se interesan por el estudio de la historia, y muy en especial a quienes se dedican a su enseñanza, a orientarse en el laberinto de corrientes que ha venido a reemplazar aquel mapa tan claro de nuestro territorio que hace pocos años solía dividirse en dos o tres continentes: la historia “marxista”, la académica conservadora y alguna supuesta “tercera vía”, como la escuela de las Annales.
El punto de partida de esta reflexión debe ser el fracaso de las expectativas que se habían depositado en formas elementales y catequísticas del marxismo como alternativa a la enseñanza y la investigación tradicionales. A quienes piensan que esto es, simplemente, una consecuencia del hundimiento político y económico de los países del Este europeo y de la Unión Soviética –esto es, a quienes confunden el curso de la historia con el de la ciencia histórica-, les conviene recordar que ya hace mucho que quienes nos dedicamos a enseñar habíamos descubierto, por nuestra cuenta, que reemplazar la vieja historia de reyes y batallas por la no -tan- nueva de los modos de producción no nos había permitido mejorar y hacer más vivo nuestro trabajo, aproximándolo a los problemas reales de los alumnos y de su medio, y que nos estábamos planteando estos problemas mucho antes de que se produjera la reciente oleada “revisionista”.
No entraré ahora en el análisis de las razones que explican el triunfo, primero, y el previsible hundimiento, después, del “marxismo catequístico”, porque lo que me propongo es, precisamente, examinar qué ha pasado después del fin, por lo cual comenzaré a partir del mismo fracaso, ya que ha sido el descrédito de unos esquemas elementales que proporcionaban a muchos historiadores un marco de referencia para situar su trabajo lo que ha conducido al estado de desorientación presente.
No se había llegado entre nosotros a extremos de suspensión del sentido común como el de Abimael Guzmán, el llamado “presidente Gonzalo” de Sendero Luminoso, quien, según me contaban quienes habían sido sus discípulos en la Universidad de Huamanga, en Ayacucho, les enseñaba que no habían de preocuparse por resolver intelectualmente ningún problema que se les plantease, incluso en su vida cotidiana, puesto que leyendo atentamente las obras de Marx, Engels, Lenin, Stalin y Mao Tse – tung encontrarían en algún lugar la respuesta que necesitaban.
Pero si esto resulta grotesco, y puede tranquilizarnos no haber llegado a tanto, conviene no echar en olvido que prácticas que se consideraban normales y admitidas entre nosotros, como las discusiones escolásticas acerca de la revolución burguesa –un concepto, por cierto, que no se hallará como tal en las obras de Marx, y que procede de los elementos con que la historiografía burguesa del siglo XIX quiso componer una legitimación de la sociedad que estaba construyendo-, nacen de la misma raíz y son igualmente ajenas a la forma de concebir la historia que tenía el hombre que en 1879 afirmaba que no podía acabar de escribir el volumen segundo de El capital hasta que concluyese la crisis económica que estaba atravesando Gran Bretaña, porque necesitaba reajustar el análisis teórico “observando el curso actual de los acontecimientos”. Lo cual viene a ser exactamente lo contrario de lo que hacían los cultivadores de nuestro “marxismo ortodoxo”, que hubieran denunciado al Marx de 1879 como un vulgar positivista.
Este pseudomarxismo –para entendernos emplearé en lo sucesivo “marxismo” y “marxista” para referirme a estas formas escolásticas, y “marxiano” y “marxismo crítico” para el pensamiento personal de Marx y para aquellas tendencias que lo reflejan más fielmente-, que ha sido denunciado por su reducción al “cientifismo”, implicaba una utilización petrificada, fosilizadora, de los conceptos marxianos (con frecuencia de la simple terminología, y no siempre bien entendida) que se ha calificado como una forma de fetichismo, reclamando la vuelta a una consideración “histórica” de los conceptos, que es la propia de Marx, cuya capacidad para repensar y corregir los esquemas, incluso algunos que se consideran erróneamente como integrantes de una parte fija y esencial de su “sistema”, resulta evidente del estudio de sus reflexiones sobre “el caso ruso”, que nos permite advertir que posiblemente había superado al visión unilineal de la historia que el “marxismo” posterior codificó en la sucesión única de los modos de producción.
Frente a esta reivindicación posible y lógica del pensamiento marxiano –entendido como un método y no como un sistema de interpretación completo y cerrado– encontramos en un pasado inmediato intentos de recuperar el marxismo ortodoxo sobre nuevas bases, como el de Cohen –contra el que se dirige esencialmente la crítica de Derek Sayer citada anteriormente-, o el más reciente de Wright, Levine y Sober, que tratan de oponer alguna forma de razonamiento a la grosera irracionalidad del infinito número de críticos que se limitan a repetir que el fracaso de los regímenes del Este europeo “demuestra” la caducidad del pensamiento marxiano –lo cual es tan coherente como sostener que la crisis de las cajas de ahorro norteamericanas “demuestra” la caducidad del de Adam Smith– o contra los casos, todavía más pintorescos, que se ofrecen alegremente a “superar” lo que ni siquiera comprenden, integrándolo dentro de nuevos sistemas generales de pensamiento (o de algo que tiene tales pretensiones).
Pero de lo que quiero hablar, como he dicho al principio, no es del método de Marx (esto es, del método “marxiano”) y de lo que queda de útil en él después de los feroces intentos de desguace a que hemos asistido, sino de la situación de desconcierto que ha producido este hundimiento de una vieja fe, que ha dado lugar a sorprendentes conversiones y que ha dejado desamparados a muchos de los que sostenían arrimados a las andaderas del marxismo catequístico, a quienes vemos vagando como almas en pena, buscando un nuevo arrimo, sin encontrar otro catecismo equivalente que les devuelva la vieja confianza y la perdida alegría, dedicados a probar con cada una de las nuevas modas que aparecen en el mercado.
Hay que comenzar aclarando que la primera reacción que suele suscitar la crisis de una fe es generalmente el escepticismo. Lo cual significa, en este caso, la desconfianza ante cualquier planteamiento teórico, que puede muy bien traducirse en formas de positivismo enmascaradas de posmodernidad, en un eclecticismo superficial o en una sensación de que lo que necesitamos es cambiar con frecuencia el bagaje metodológico, renovándolo de acuerdo con las modas de cada temporada.
Eso no ha sucedido ahora por primera vez. Algo semejante les ocurrió, por ejemplo, a quienes habían compartido la visión de la sociedad y del hombre del nazismo. Quienes se enfrentan hoy a un producto intelectual en apariencia tan abstracto como Los dos cuerpos del rey de Kantorowicz, difícilmente adivinarán que este tratado de “teología política” es el fruto del desengaño de un hombre que, siendo profesor de la Universidad de Frankfurt, en 1933, y previendo su próxima expulsión de ella, por el hecho de ser de origen judío, escribía al ministro de Educación de Prusia:
Creía que alguien como yo, que me alisté voluntario en agosto de 1914, que he combatido, durante la guerra y después de ella, contra los polacos en Poznan, contra la insurrección espartaquista en Berlín y contra la república soviética en Munich, no había de temer verse despojado de su cargo a causa de su ascendencia judía; creía que por los escritos que he publicado sobre el emperador Federico II Hohenstaufen no necesitaría garantía, pasada ni presente, para demostrar mis sentimientos a favor de una Alemania reorientada en un sentido nacional; creía que mi actitud fundamentalmente entusiasta hacia un Reich dirigido en un sentido nacional iba mucho más allá de la actitud común, determinada por los acontecimientos.
De ese modo semejante podemos pensar que el escepticismo ante la interpretación del texto propugnada por Paul de Man tiene mucho que ver con su amargo despertar de una cierta fe en el nazismo que la publicación de sus artículos periodísticos en los años de la ocupación alemana de Bélgica ha puesto en evidencia, más allá de toda duda y de cualquier posibilidad de “deconstrucción”.
El hundimiento del entorno ideológico en que se sostenía nuestro mundo puede dar también, en otros contextos, resultados parecidos de desconfianza. Citaré, para tomar un ejemplo que escojo deliberadamente de un campo muy distinto, aparentemente ajeno ala historia, el esfuerzo de análisis del lenguaje y del discurso realizado por el grupo de Oulipo, bajo la inspiración de Raymond Queneau, que me parece que tiene mucho que ver con la crisis provocada en Francia por la segunda guerra mundial. Cuando uno se enfrenta a la obra literaria de Georges Perec, y en especial a La vie. Mode d´emploi, o a sus inacabados 53 jours, debe recordar que su fundamento es esencialmente autobiográfico. Sólo que una biografía como la suya, que se inicia en la infancia con el absurdo horror de ver muertos a su madre, recluida en Auschwitz, y a tres de sus cuatro abuelos, igualmente deportados, no podía encauzarse ni por los caminos de la historia académica –que Perec había comenzado a estudiar y cuya vaciedad ha satirizado agudamente– ni por los de la narración convencional. ¿Cómo verter en estos marcos, que presuponen la aceptación de la racionalidad del sistema establecido, y en especial de sus valores morales y sociales, una experiencia vital semejante?
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