COMPRENDER EN TURISMO
Si el comprender de la Historia se produjese de forma lineal, como pretendían los historiadores de la primera mitad del Siglo XX las Historias Nacionales (del Estado Nación), con sus héroes, batallas, progreso y orden seria inapelable. En el medio el Pensamiento Crítico se coló en la Historia y, de acuerdo a algunos catedráticos, dejó de servir a su patrón natural (el Estado Nacional). La tendencia es la de servir al ciudadano y dada la inclinación del ciudadano en construir Estados Supra Nacionales, es posible que sirva al Estado Supranacional, de seguir esa idea. Lo que está claro es que lo sirve o debiese servirlo mediante los profesores de historia, pero todo ello depende de la formación de estos últimos, que por lo ya escrito no es de muy buena calidad educativa o no postula la calidad educativa.
Como demuestra el ejemplo que sigue, las historias nacionales tiene un problema de origen vinculadas en la necesidad de justificar las acciones de los gobiernos y, por lo tanto son manipuladas a tal fin.
Turismo y arte contemporáneo: dos vías paralelas para comprender el relato del pasado reciente
Jorge Luis Marzo
Publicado originariamente en en Barcelona Metrópolis. Nº 72. Barcelona, 2008
Resulta sorprendente observar cómo la reflexión y el debate sobre el fenómeno del turismo en España es incapaz de alcanzar cierto grado de profundidad más allá de los tópicos de la sostenibilidad y de su valor en la economía.
Y todavía es más inquietante ver cómo casi nadie desea acercarse a esta candente cuestión desde una perspectiva histórico-política o sociológica que no sea la meramente celebratoria de un país que fue capaz hace ya cincuenta años de ofrecerse como modelo pionero de desarrollo “avant-la-lettre” antes de la llegada de la globalización. Todo ello ocurre, desde mi punto de vista, por la congénita incapacidad de la clase intelectual y académica española de divorciarse de las preguntas originales que dieron pie al festival turístico en los años 60 y por la insidiosa negligencia a sustraerse del innegable éxito social, político y económico que lo acompañó.
El franquismo creó el turismo y triunfó. Benidorm y Marbella fueron las apuestas claras de un régimen que buscaba fachadas tras las que ocultar una dictadura. Para que ello pudiera legitimarse, emplazó el discurso en una terapia social más amplia: la despolitización. El recurso a la prestidigitación social mediante términos como “apertura”, “desarrollo” y “bienestar”, abrió la puerta para que un gran número de personas asumiesen que el turismo era una escapatoria al sistema, una especie de eslabón en la secuencia de hechos que ineludiblemente comportaban más libertad. Lógicamente, era una libertad sin directa impregnación política: una libertad a la que se podía acceder desde la despolitización. En esta dirección podemos comprender el nacimiento de los potentes contextos turísticos de Canarias, Baleares o la Costa Brava: entornos desarrollados ya no solamente desde los Ministerios sino desde la iniciativa privada; a menudo, meramente individual, como es el caso catalán.
El turismo, visto a través de los ojos de este relato interesado, puede aportar algo de luz para entender el hecho de que aquellas políticas no han sufrido variación alguna en las tres últimas décadas. Hay pocos países en el mundo en que la política turística esté tan desregulada como en España. Incluso los propios empresarios del sector así lo señalan. Eso se debe a la consideración, profundamente anclada en el imaginario sociopolítico nacional, de que el turismo promovió y permitió a los españoles acercarse a la democracia, aún “a pesar de” la dictadura. El turismo representó, en el marco de esta visión, un “caballo de troya” en las anquilosadas estructuras franquistas; un soplo de aire fresco que canalizó las bases de un sistema plural de derecho: “libre circulación de personas”, “contacto con el mundo exterior”, “acceso a nuevos mercados y divisas”, “tráfico de ideas y costumbres”. Al mismo tiempo, el turismo proporcionó el acceso al bienestar, a la segunda residencia, al automóvil (Sociedad Española de Automóviles de Turismo, SEAT), a un espacio público ya exento de conflictos, a las primeras fortunas y, sobre todo, se legitimó como base financiera de la familia: la inversión inmobiliaria se convertiría en la garantía de futuro, al contrario que en el resto de Europa, en donde los capitales familiares encontraban cobijo en el ahorro, en la industria, en los bancos, o en las cuentas bursátiles. Además, ya en democracia, como en la dictadura, los intereses turísticos sirvieron de trampolín o cobertura a los más variados pelajes políticos, ya sea en forma de financiación partidista, ya sea como vía para generar clientelismo electoral.
La ausencia de contestación a la existencia y perdurabilidad de este relato sólo puede comprenderse por la negativa a aceptar el trasfondo político en el que se gestó. Si la democracia ha optado no sólo por aceptar ese modelo, sino por preservarlo y potenciarlo, ello se debe al esfuerzo por falsear el origen de las cosas en aras a sostener un discurso eminentemente económico, pero que implica cuestiones de otras muchas índoles: ¿cómo se ha constituido el discurso sobre lo público? ¿cómo se ha casado la apelación al bienestar económico en relación al bienestar democrático? El relato del turismo en España ha ninguneado el papel que el franquismo tuvo en su creación para así poder blandir el modelo como eminentemente “civil”, resultado de la capacidad emprendedora de una sociedad que encontró en la primera línea de playa el recurso para superar, incluso socavar, el sistema político. Tal patraña ha servido para que en 2008 sigamos funcionando como en 1960, casi como un calco. ¿Existe algún relato de otro ámbito de la actividad social, económica o cultural que pueda parangonarse al del turismo en el sentido de haberse construido bajo tergiversaciones históricas tan fehacientes? Sí, y (no tan) curiosamente, ambos ámbitos han acabado dándose la mano para fortalecerse el uno al otro. Hablamos del arte contemporáneo.
¿Qué país europeo, o del mundo, despliega más de 30 museos o centros de arte moderno y contemporáneo? ¿cómo se explica que tantas ciudades de 50, 100 o 150 mil habitantes tengan museos de inversión multimillonaria? ¿cómo entender que España sea un país tan entusiasmado con el arte moderno cuando sus estructuras educativas y de formación cultural están a la cola de Europa? Algo hay que no acaba de cuadrar. Para entender esta compleja ecuación, será necesario atenderla desde perspectivas diferentes a las oficiales.
El relato de la gestación de la vanguardia de posguerra, pero especialmente de la política cultural que la acompañó, nos cuenta que hubo una serie de artistas, críticos y funcionarios tenaces que fueron capaces, a partir de los años 50, de ofrecer, a contracorriente del régimen, bocanadas de libertad expresiva que, a la postre, consiguó reunir un determinado consenso a su alrededor en su lucha por los derechos civiles de los ciudadanos. Según esta historia, aquellos artistas e intelectuales estaban casi agazapados, y gracias a su monumental capacidad de llevar en sus hombros la llama de la libertad, se convirtieron en héroes de una cultura a la que el poder no pudo plegar a sus designios. Así, tal era la fuerza de aquellos creadores que incluso el propio franquismo tuvo que admitir su presencia y hacérselos suyos a fin de vender la falacia de que en España se respiraba libertad creativa. Estas son las conclusiones que recorren la mayoría de textos académicos sobre la época. El arte moderno fue pues el “caballo de troya” de las ansias de democracia y libertad individual. Nadie quiere detenerse demasiado a pensar que la vanguardia de los años 50 fue un éxito del franquismo, un triunfo de las políticas culturales franquistas; que fue responsabilidad del Instituto de Cultura Hispánica y de cientos de intelectuales y burgueses que, gracias también a la promesa de la despolitización, vieron y vivieron el Franquismo de la forma más natural posible. El éxito de esa política cultural que llevó a la fama a aquellos artistas, que puso a España en el mapa cultural del mundo, pesa como una losa en la capacidad de discernir el papel que verdaderamente juega el arte en el imaginario político español.
“No hay ningún país en el mundo que gaste tanto dinero en arte como España, un gasto además que no tiene relación alguna con la importancia relativa del arte español en los circuitos internacionales ni con los efectos que esas producciones tienen. Todo ello responde al mito creado acerca del papel que el arte moderno tuvo en la resistencia antifranquista. Era la representación de la libertad; además, gracias a una imagen del artista sin rol social, como abstracto puro. España padece una situación de excepcionalidad que no cuadra ni con el arte europeo ni con el arte global. El silencio de la obra, propia de la abstracción expresionista de los años 50, se erigió en representación de la democracia. Se trata de una peculiaridad que quizás tiene cierto parangón en Alemania, cuando, después del régimen nazi, se crea la Dokumenta a fin de celebrar el arte abstracto como el arte de la libertad1”.
Estas palabras del crítico y comisario mexicano Cuauhtémoc Medina nos ponen en el camino adecuado. Con la llegada de los años 80, la política cultural española identificará el arte moderno como el espacio en el que pudo sobrevivir el alma de la libertad y de la izquierda durante la dictadura. Ese mito dará sentido a contextos como “la movida”, en el que se perseguía legitimar la cultura a través de su raigambre popular. Los museos se convertirán desde entonces en la seña de unas políticas que han defendido su importancia bajo la justificación de la educación y de la formación ciudadana, metáforas que buscan transmitir el valor otorgado al arte contemporáneo como hacedor de democracia. En esta dirección, cualquier intento de deconstrucción seria del franquismo corría el riesgo de acabar poniendo sobre el tapete la influencia de éste en la formación del arte moderno, o aún más enojoso, la participación del arte moderno en la legitimación del régimen. El resultado de ocultar esa contradicción ha sido la creación de unos relatos falsificados, que, en nombre del “valor único” de la cultura, ha llevado a un vacío extraordinario a la hora de dilucidar el verdadero papel social que el arte y la cultura tienen en España. Y, de paso, ha camuflado lo que de verdad había detrás del relato: la celebración del éxito de la comunión entre arte y estado a través de unas determinadas políticas culturales. En eso, las historias sobre el arte y el turismo se han conducido de manera análoga: una crítica de los fundamentos de ambos ámbitos choca frontalmente con unas complicidades que es mejor ocultar. Esto ha sido obvio en las diferentes políticas del gobierno central, pero también se pueden hallar muchos rastros en políticas municipales y autonómicas, o en eventos como bienales o exposiciones temáticas (pienso concretamente en el Forum 2004 de Barcelona)...
VER COMPLETO EN
Si el comprender de la Historia se produjese de forma lineal, como pretendían los historiadores de la primera mitad del Siglo XX las Historias Nacionales (del Estado Nación), con sus héroes, batallas, progreso y orden seria inapelable. En el medio el Pensamiento Crítico se coló en la Historia y, de acuerdo a algunos catedráticos, dejó de servir a su patrón natural (el Estado Nacional). La tendencia es la de servir al ciudadano y dada la inclinación del ciudadano en construir Estados Supra Nacionales, es posible que sirva al Estado Supranacional, de seguir esa idea. Lo que está claro es que lo sirve o debiese servirlo mediante los profesores de historia, pero todo ello depende de la formación de estos últimos, que por lo ya escrito no es de muy buena calidad educativa o no postula la calidad educativa.
Como demuestra el ejemplo que sigue, las historias nacionales tiene un problema de origen vinculadas en la necesidad de justificar las acciones de los gobiernos y, por lo tanto son manipuladas a tal fin.
Turismo y arte contemporáneo: dos vías paralelas para comprender el relato del pasado reciente
Jorge Luis Marzo
Publicado originariamente en en Barcelona Metrópolis. Nº 72. Barcelona, 2008
Resulta sorprendente observar cómo la reflexión y el debate sobre el fenómeno del turismo en España es incapaz de alcanzar cierto grado de profundidad más allá de los tópicos de la sostenibilidad y de su valor en la economía.
Y todavía es más inquietante ver cómo casi nadie desea acercarse a esta candente cuestión desde una perspectiva histórico-política o sociológica que no sea la meramente celebratoria de un país que fue capaz hace ya cincuenta años de ofrecerse como modelo pionero de desarrollo “avant-la-lettre” antes de la llegada de la globalización. Todo ello ocurre, desde mi punto de vista, por la congénita incapacidad de la clase intelectual y académica española de divorciarse de las preguntas originales que dieron pie al festival turístico en los años 60 y por la insidiosa negligencia a sustraerse del innegable éxito social, político y económico que lo acompañó.
El franquismo creó el turismo y triunfó. Benidorm y Marbella fueron las apuestas claras de un régimen que buscaba fachadas tras las que ocultar una dictadura. Para que ello pudiera legitimarse, emplazó el discurso en una terapia social más amplia: la despolitización. El recurso a la prestidigitación social mediante términos como “apertura”, “desarrollo” y “bienestar”, abrió la puerta para que un gran número de personas asumiesen que el turismo era una escapatoria al sistema, una especie de eslabón en la secuencia de hechos que ineludiblemente comportaban más libertad. Lógicamente, era una libertad sin directa impregnación política: una libertad a la que se podía acceder desde la despolitización. En esta dirección podemos comprender el nacimiento de los potentes contextos turísticos de Canarias, Baleares o la Costa Brava: entornos desarrollados ya no solamente desde los Ministerios sino desde la iniciativa privada; a menudo, meramente individual, como es el caso catalán.
El turismo, visto a través de los ojos de este relato interesado, puede aportar algo de luz para entender el hecho de que aquellas políticas no han sufrido variación alguna en las tres últimas décadas. Hay pocos países en el mundo en que la política turística esté tan desregulada como en España. Incluso los propios empresarios del sector así lo señalan. Eso se debe a la consideración, profundamente anclada en el imaginario sociopolítico nacional, de que el turismo promovió y permitió a los españoles acercarse a la democracia, aún “a pesar de” la dictadura. El turismo representó, en el marco de esta visión, un “caballo de troya” en las anquilosadas estructuras franquistas; un soplo de aire fresco que canalizó las bases de un sistema plural de derecho: “libre circulación de personas”, “contacto con el mundo exterior”, “acceso a nuevos mercados y divisas”, “tráfico de ideas y costumbres”. Al mismo tiempo, el turismo proporcionó el acceso al bienestar, a la segunda residencia, al automóvil (Sociedad Española de Automóviles de Turismo, SEAT), a un espacio público ya exento de conflictos, a las primeras fortunas y, sobre todo, se legitimó como base financiera de la familia: la inversión inmobiliaria se convertiría en la garantía de futuro, al contrario que en el resto de Europa, en donde los capitales familiares encontraban cobijo en el ahorro, en la industria, en los bancos, o en las cuentas bursátiles. Además, ya en democracia, como en la dictadura, los intereses turísticos sirvieron de trampolín o cobertura a los más variados pelajes políticos, ya sea en forma de financiación partidista, ya sea como vía para generar clientelismo electoral.
La ausencia de contestación a la existencia y perdurabilidad de este relato sólo puede comprenderse por la negativa a aceptar el trasfondo político en el que se gestó. Si la democracia ha optado no sólo por aceptar ese modelo, sino por preservarlo y potenciarlo, ello se debe al esfuerzo por falsear el origen de las cosas en aras a sostener un discurso eminentemente económico, pero que implica cuestiones de otras muchas índoles: ¿cómo se ha constituido el discurso sobre lo público? ¿cómo se ha casado la apelación al bienestar económico en relación al bienestar democrático? El relato del turismo en España ha ninguneado el papel que el franquismo tuvo en su creación para así poder blandir el modelo como eminentemente “civil”, resultado de la capacidad emprendedora de una sociedad que encontró en la primera línea de playa el recurso para superar, incluso socavar, el sistema político. Tal patraña ha servido para que en 2008 sigamos funcionando como en 1960, casi como un calco. ¿Existe algún relato de otro ámbito de la actividad social, económica o cultural que pueda parangonarse al del turismo en el sentido de haberse construido bajo tergiversaciones históricas tan fehacientes? Sí, y (no tan) curiosamente, ambos ámbitos han acabado dándose la mano para fortalecerse el uno al otro. Hablamos del arte contemporáneo.
¿Qué país europeo, o del mundo, despliega más de 30 museos o centros de arte moderno y contemporáneo? ¿cómo se explica que tantas ciudades de 50, 100 o 150 mil habitantes tengan museos de inversión multimillonaria? ¿cómo entender que España sea un país tan entusiasmado con el arte moderno cuando sus estructuras educativas y de formación cultural están a la cola de Europa? Algo hay que no acaba de cuadrar. Para entender esta compleja ecuación, será necesario atenderla desde perspectivas diferentes a las oficiales.
El relato de la gestación de la vanguardia de posguerra, pero especialmente de la política cultural que la acompañó, nos cuenta que hubo una serie de artistas, críticos y funcionarios tenaces que fueron capaces, a partir de los años 50, de ofrecer, a contracorriente del régimen, bocanadas de libertad expresiva que, a la postre, consiguó reunir un determinado consenso a su alrededor en su lucha por los derechos civiles de los ciudadanos. Según esta historia, aquellos artistas e intelectuales estaban casi agazapados, y gracias a su monumental capacidad de llevar en sus hombros la llama de la libertad, se convirtieron en héroes de una cultura a la que el poder no pudo plegar a sus designios. Así, tal era la fuerza de aquellos creadores que incluso el propio franquismo tuvo que admitir su presencia y hacérselos suyos a fin de vender la falacia de que en España se respiraba libertad creativa. Estas son las conclusiones que recorren la mayoría de textos académicos sobre la época. El arte moderno fue pues el “caballo de troya” de las ansias de democracia y libertad individual. Nadie quiere detenerse demasiado a pensar que la vanguardia de los años 50 fue un éxito del franquismo, un triunfo de las políticas culturales franquistas; que fue responsabilidad del Instituto de Cultura Hispánica y de cientos de intelectuales y burgueses que, gracias también a la promesa de la despolitización, vieron y vivieron el Franquismo de la forma más natural posible. El éxito de esa política cultural que llevó a la fama a aquellos artistas, que puso a España en el mapa cultural del mundo, pesa como una losa en la capacidad de discernir el papel que verdaderamente juega el arte en el imaginario político español.
“No hay ningún país en el mundo que gaste tanto dinero en arte como España, un gasto además que no tiene relación alguna con la importancia relativa del arte español en los circuitos internacionales ni con los efectos que esas producciones tienen. Todo ello responde al mito creado acerca del papel que el arte moderno tuvo en la resistencia antifranquista. Era la representación de la libertad; además, gracias a una imagen del artista sin rol social, como abstracto puro. España padece una situación de excepcionalidad que no cuadra ni con el arte europeo ni con el arte global. El silencio de la obra, propia de la abstracción expresionista de los años 50, se erigió en representación de la democracia. Se trata de una peculiaridad que quizás tiene cierto parangón en Alemania, cuando, después del régimen nazi, se crea la Dokumenta a fin de celebrar el arte abstracto como el arte de la libertad1”.
Estas palabras del crítico y comisario mexicano Cuauhtémoc Medina nos ponen en el camino adecuado. Con la llegada de los años 80, la política cultural española identificará el arte moderno como el espacio en el que pudo sobrevivir el alma de la libertad y de la izquierda durante la dictadura. Ese mito dará sentido a contextos como “la movida”, en el que se perseguía legitimar la cultura a través de su raigambre popular. Los museos se convertirán desde entonces en la seña de unas políticas que han defendido su importancia bajo la justificación de la educación y de la formación ciudadana, metáforas que buscan transmitir el valor otorgado al arte contemporáneo como hacedor de democracia. En esta dirección, cualquier intento de deconstrucción seria del franquismo corría el riesgo de acabar poniendo sobre el tapete la influencia de éste en la formación del arte moderno, o aún más enojoso, la participación del arte moderno en la legitimación del régimen. El resultado de ocultar esa contradicción ha sido la creación de unos relatos falsificados, que, en nombre del “valor único” de la cultura, ha llevado a un vacío extraordinario a la hora de dilucidar el verdadero papel social que el arte y la cultura tienen en España. Y, de paso, ha camuflado lo que de verdad había detrás del relato: la celebración del éxito de la comunión entre arte y estado a través de unas determinadas políticas culturales. En eso, las historias sobre el arte y el turismo se han conducido de manera análoga: una crítica de los fundamentos de ambos ámbitos choca frontalmente con unas complicidades que es mejor ocultar. Esto ha sido obvio en las diferentes políticas del gobierno central, pero también se pueden hallar muchos rastros en políticas municipales y autonómicas, o en eventos como bienales o exposiciones temáticas (pienso concretamente en el Forum 2004 de Barcelona)...
VER COMPLETO EN
malaga2026.net
Turismo y arte contemporáneo: dos vías paralelas para comprender el relato del pasado reciente…
No hay comentarios:
Publicar un comentario