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miércoles, 11 de septiembre de 2019

HUMANO

HUMANO
En varias oportunidades nos referimos a las personas que sueltas de cuerpo y lengua nos decían: Somos iguales. Desde una óptica biológica si lo somos, pero es de la única manera en la que lo somos. Luego, si consideramos la experiencia no lo somos, porque nadie puede repetir exactamente las experiencias de otro Humano. Desde que iniciamos nuestra vida vamos acumulando experiencias, algunas trascendentes y otras no tanto, pero todo influye en nuestra manera de pensar y el pensamiento o mejor dicho la constitución de el (nos referimos a las bases sobre las que construimos nuestro pensamiento) provienen de distintas experiencias que nos hacen no iguales y diversos. Luego trabajamos o participamos de la acción de diversa manera.
La naturaleza o el estado natural en el que vivimos o hemos vivido nos moldea de la misma forma que el viento moldea una roca. Casi mas que la Educación, la adquisición de conocimientos (en la escuela, por los libros o por Internet), el trabajo y la acción política (debemos aclarar que la acción política se ejerce desde el mismo acto de participar o de no hacerlo y ninguna de las posturas es mas importante que la otra, vale decir que son iguales). Luego es una cuestión de gustos o de fobias el inclinarse por una u otra. Aunque, como humanos seguimos siendo seres sociales por naturaleza. En los extremos se encuentran los que dejan de vivir experiencias por fobias o miedos. Una persona que a cada rato repite el verso o recitado de la igualdad mientras se justifica, ante la pregunta: Viajas?, que no soporta el viento, que es parte de la naturaleza, sabe que no es igual, pero intenta encubrir sus miedos, con la afirmación. Un ciclo viajero indicaba, hace unos días, en base a su experiencia, que los seguidores de teorías paranormales gustan de vivir encerrados y cuando viajan se encierran en los alojamientos, en sus intoxicaciones o en las plazas, para no comprobar que la vida natural y en naturaleza enseña y ridiculiza las mismas.
La condición humana es un término que abarca la totalidad de la experiencia de ser humanos y de vivir vidas humanas. Como entidades mortales, hay una serie de acontecimientos biológicamente determinados que son comunes a la mayoría de las vidas humanas, y la manera en que reaccionan los seres humanos o hacen frente a estos acontecimientos constituye la condición humana. Filosóficamente, una parte importante de la condición humana está en intentar determinar simplemente qué es la condición humana. Martin Heidegger, André Malraux, Hannah Arendt, Jean-Paul Sartre y José Ortega y Gasset han hablado de ella. El término se utiliza a veces en literatura para describir la alegría y el terror de ser y de la existencia.
https://es.m.wikipedia.org/wiki/Condici%C3%B3n_humana
¿ A qué nos referimos cuando hablamos de la Condición Humana?
La crisis de los esencialismos nos obliga a repensar la problemática antropológica desde otras categorías. Una de ellas es la “condición humana", expresión que quiere escapar de un clásico y antiguo tema: el de la “naturaleza humana”. Para ir pensando la categoría de condición humana les acerco el pensamiento de dos filósofos que la han analizado: Hannah Arendt y Arturo Roig. Al final encontrarán un poema de Borges citado por el mismo Roig.
Hannah Arendt en 1958 publicó una obra que lleva como título “La condición humana”. Esta obra es fruto de una serie de conferencias ofrecidas en 1956 con el título la “Vita Activa”, que recogía las ideas expresadas en 1953, en donde disertaba sobre Karl Marx y la tradición del pensamiento político. En su libro sostiene que “condición humana” y “naturaleza humana” no son conceptos equiparables. Al respecto dice: “la suma total de actividades y capacidades correspondientes a la condición humana no constituye nada semejante a la naturaleza humana”.
También distingue el concepto de condición humana de otra expresión tradicional en la filosofía para abordar el problema del hombre: la esencia de lo humano o “características esenciales” del hombre. La pregunta por el hombre según expresión de Arendt, “supondría saltar sobre la propia sombra”.
Para Arendt la condición humana consiste en que el hombre sea un ser condicionado, para el que todo lo dado o hecho por él se convierte en una condición de su propia existencia, lo que implica que el hombre, el ser humano, no es un ser constituido de una vez y para siempre, él permanentemente está cambiando su propia condición, esto gracias a las condiciones que él encuentra y en las cuales se da como humano.
Arturo Roig, un filósofo argentino, comienza su trabajo “La Condición Humana. Desde Demócrito hasta el Popol Vuh” analizando el contenido semántico de la palabra “condición” (condition, Bedingung), notablemente rico y complejo. Afirma que el concepto Condición mostraría tres núcleos semánticos:
Algo que debe estar dado para que otra cosa o situación sean posibles: En este sentido es sinónimo de “requisito”, “cláusula” en el vocabulario notarial (aquello que se ha de cumplir para que sea efectivo un contrato). Es también equivalente a "circunstancia", tomando el término como todo aquello que nos rodea y hace posible nuestro "estar en". El concepto refiere entonces a la condición de posibilidad como lo que debe estar dado previamente.
Un modo eventual de ser o estar, actual o posible: Aquí es tomado como sinónimo de estado (sano o enfermo); de situación (vivir en la riqueza o en la pobreza); o de posición social (noble, plebeyo). Lo que se es o está eventualmente.
Equivalente a "modo de ser” constitucional o permanente: Refiere a lo que se es. Dentro de este tercer núcleo resulta sinónimo de carácter (fuerte, débil); de índole, en el sentido de cualidad congénita (generoso, egoísta); de calaña (perverso, malvado, degenerado); de temperamento (colérico, flemático), en fin, de naturaleza (mortal, racional, irracional).
Después del análisis Roig concluye que la "condición humana" incluye el concepto de "naturaleza humana", pero lo excede.
Se pregunta entonces “¿no será que no hace falta definición alguna?”
a la que él mismo responde:
“En efecto, cuando alguien le preguntó a Demócrito qué es el ser humano, respondió: “...el hombre es aquello que todos sabemos” (Diels. Fragmente der Vorsokratiker, 165). ¿Qué alcance darle a esta afirmación? Por de pronto, nos está diciendo que somos nuestra realidad inmediata de la que por eso mismo tenemos conocimiento. Pero, ¿qué es lo que “sabemos todos?” La pregunta deja abierta infinitas respuestas, o algunas pocas, pero también ninguna. Tal vez hubiera sido más acertado afirmar que es lo que todos no sabemos, o aquello de lo cual no tenemos una respuesta firme, a no ser que nos sintamos colocados en el universo por una mano divina que nos da la respuesta. ¿Cómo hubiera respondido un judío? Pues, remitiéndose al Génesis. Es “lo que todos sabemos”. La afirmación está suponiendo entonces un discurso compartido. Todos los mitos de origen se ocupan de responder a la pregunta y enunciar el discurso “que todos sabemos”. Pero ¿qué sacamos con eso? Que el ser humano es un ente que requiere saber de sí algo y que ese algo lo recibe como discurso que integra su propia comprensión.
Borges en uno de sus poemas de su libro Historia de la noche nos habla de “...los enigmas de la curiosa condición humana” y nos recuerda una afirmación de Shakespeare que es paralela, en cierto modo, a la del filósofo de Abdera. ¿Qué soy yo? Pues “the thing I Am”, mas, en este caso, “la cosa que soy no se presenta como un saber compartido, sino que se trata de un saber subjetivo, el de mis recuerdos y, tal vez, saliéndome de mi absoluta intimidad sea lo que otro es en su sueño:
“soy el que no conoce otro consuelo
que recordar el tiempo de la dicha
Soy a veces la dicha inmerecida.
Soy el que sabe que no es mas que un eco,
El que quiere morir enteramente.
Soy acaso el que eres en el sueño
Soy la cosa que soy.
Lo dijo Shakespeare.....”
https://sites.google.com/s…/filoeduuner1/la-condicion-humana
LA CONDICION HUMANA (Resumen )
Andy Guerra Alemàn 9 Enero 2017 …
La vida activa se expone en el libro La condición humana. Se trata de las tres actividades básicas que el hombre lleva a cabo en el tiempo entre nacer y morir: labor, trabajo y acción.

Lo común a estas tres actividades es que se realizan con el cuerpo y en un ámbito perceptible a los sentidos de todas las personas. En apariencia, ellas constituirían la totalidad de la vida humana. Sin embargo, una aparente ebullición de actividad puede estar más vacía de significado que la pasividad total. De hecho, dentro de la vida activa, sólo la acción es política.
Veamos de cerca cada una de las tres actividades básicas para adentrarnos en el problema.
Labor. La labor se distingue por corresponder a los procesos cíclicos necesarios para la vida biológica. Cuando la realizamos estamos tan cercanos como es posible a la naturaleza, en el sentido antes explicado. La labor no nos distingue de los animales, pues ellos también tienden a procurarse su sustento y cuidar su vida. A esto se debe el que la labor no es ni pueda ser nunca política: aunque se realice en contigüidad de otros hombres, no genera por sí misma nada entre ellos, más que, quizás, el sentimiento rítmico y placentero de esforzarse por obtener el sustento.
En la antigüedad griega, los esclavos eran quienes realizaban la labor, de tal forma que los ciudadanos quedaran libres de ella y pudieran vivir la política. La labor correspondía entonces a la privacidad del hogar. Gradualmente, la labor fue saliendo de la intimidad de la vida privada.
La labor debe limitarse a ser sólo una parte de la vida. Es un logro que ya no se la deba ocultar ni endilgar a los esclavos; sin embargo, Arendt la usa como categoría para ilustrar el campo de lo no político, categoría que tiene un enorme estudio social y peligrosísimo potencial de confundirse con las actividades más propiamente humanas.
Trabajo. “El trabajo proporciona un «artificial» mundo de cosas, claramente distintas de todas las circunstancias naturales”. Lo producido por el trabajo sobrevive y trasciende a los trabajadores. En él, el hombre es amo de la naturaleza: la violenta tomándole material para fabricar objetos que ingresarán al hábitat humano. Lo que se fabrica en el trabajo no tiene el fin principal de sostener o hacer más fácil la vida, sino de objetivar un mundo “artificial”, intencionadamente humano.
El trabajo no es político, pero le abre a la política la posibilidad de existir al construir un hogar para ella. Para Arendt, la obra de arte corresponde a esta categoría. El artista produce objetos que quedan por largo tiempo en el mundo, constituyéndolo: “los hombres que actúan y hablan necesitan la ayuda del homo faber en su más elevada capacidad, esto es, la ayuda del artista, de poetas e historiógrafos, de constructores de monumentos o de escritores, ya que sin ellos
el único producto de su actividad, la historia que establecen y cuentan, no sobreviviría”.
Acción. La noción arendtiana de acción, que es la actividad política, es poco ortodoxa, delicada y llena de matices. Para entenderla es necesario definirla desde varias perspectivas y descartar a muchas usurpadoras que pretenden hacerse pasar por ella, pero que, una vez hechas a un lado, pueden dejar iluminada la esencia del actor político en su pureza y complejidad.
La acción es la actividad del hombre en cuanto hombre, lo cual quiere decir; en cuanto es plural. Un espécimen de nuestra raza no sería humano si no viviera en medio de otros como él que a la vez fueran diversos de él. “El discurso y la acción revelan esta única cualidad de ser distinto. Mediante ellos, los hombres se diferencian en vez de ser meramente distintos; son los modos en que los seres humanos se presentan unos a otros, no como objetos físicos, sino como hombres”.
Sólo se puede llamar acción a aquélla que es realizada con plena originalidad; y no como consecuencia de tendencias o fuerzas ajenas al actor. La acción es frágil porque es un hombre solo el que la inicia, pero su continuación depende de mil hombres más que la interceptarán y la llevarán a desenlaces inimaginados o la conducirán a la nada simplemente con ignorarla. Un hombre fuerte podrá someter a los demás para realizar grandes obras, pero no está actuando políticamente, no está interactuando con otras personas, sino que las está usando como
“material humano”. Al usar a los hombres, mata a los hombres.
En este tipo de acciones tiránicas, no se engendra ningún poder ni se construye ningún mundo. Es sólo una fuerza física que lleva a consecuencias desprovistas de significado humano, aunque sean muchos los implicados. Las auténticas acciones, en cambio, tienen su grandeza y su significado “en la propia realización, y no en su motivación ni en su logro”. La acción se distingue porque, a través de ella, el actor pone de manifiesto ante otros su cualidad de ser «quién», de ser un hacedor de milagros.
La acción y el discurso son indeterminados por definición. Entonces, qué impide que el mundo humano sea un caos completo? Por un lado, la objetivación de dicho mundo en la fabricación, la cual pone objetos sólidos y duraderos que median entre las personas. Por el otro, existen diversos mecanismos que nos marcan caminos por los cuáles transitar humanamente. Arendt no los conceptúa como tales, sino que los explica a lo largo de su obra en diferentes momentos.
Sin embargo, todos estos mecanismos contribuyen a la edificación de un mundo humano que no se desmorona con la indeterminación de la acción. Se trata de los siguientes:
En primer lugar está la nomos, en el sentido griego; es la ley que nos marca límites para la vida. Según Arendt, ni la nomos ni su legislación eran políticas para los griegos, sino que eran requisitos previos para la política. La nomos establecía las fronteras de la polis así como lo permitido y lo prohibido hacia dentro de ella. De esta forma, su imperio sentaba las bases de lo que sería la convivencia entre iguales. Gracias a la nomos, la relación con los demás ciudadanos no era arbitraria ni se tenía que elegir entre posibilidades infinitas, sino que se daba con lineamientos establecidos de lo que se consideraba humano y legítimo.
La lex romana es otro mecanismo que impide el caos del mundo. Antes de que el Imperio Romano pasara a la fase en la que sometía a los pueblos a los que vencía, solía establecer ligas con ellos. Se trataba de un acuerdo entre dos pueblos contrayentes. Dicho acuerdo ampliaba el mundo humano al establecer posibilidades de relación entre diversos grupos de personas. Gracias a la lex, no era posible tratar de cualquier forma a los extranjeros, sino que había pautas definidas para hacerlo, mediante las cuales se hermanaban.
Dentro de los que estamos considerando mecanismos para encauzar la libertad humana se encuentra el perdón. Él nos permite otorgar a nuestros agresores la oportunidad de empezar de nuevo. Los actos malos que cometemos libremente no tendrían marcha atrás si los afectados por ellos no tuvieran la posibilidad de perdonarlos. De forma similar, la comprensión alivia la indeterminación de la acción humana, pues gracias a ella, el hombre se reconcilia con los hechos pasados que no puede cambiar.
Por último, contamos con las promesas, que nos permiten tener algunas certidumbres con respecto a nuestra acción y a la de los demás. Sin ellas, “…no podríamos mantener nuestras identidades, estaríamos condenados a vagar desesperados, sin dirección fija, en la oscuridad de nuestro solitario corazón, […] oscuridad que sólo desaparece con la luz de la esfera pública mediante la presencia de los demás, quienes confirman la identidad entre el que promete y el que cumple”. Todos estos mecanismos impiden que una acción, al nacer, quede desamparada en la indeterminación; son las pautas del actuar humano.
De no ser por estos mecanismos, la acción humana sería libre hasta el punto de multiplicar exponencialmente –y hasta el absurdo– sus posibilidades. Sin embargo, tampoco tiene sentido, para Arendt, el habitar exclusivamente en un ámbito privado que sólo responda a las tendencias de la vida biológica. El actor político es, en resumen, aquél que se atreve a salir de la oscuridad de lo privado para enfrentarse con sus semejantes y ejercer su creativa libertad en un mundo establecido. Es actor quien actúa por la acción misma, quien la inicia porque quiere iniciarla; a diferencia del laborante que pretende satisfacer necesidades y del fabricante que busca la utilidad.
Hannah Arendt
VER EN http://educandoalhumano.over-blog.com/…/la-condicion-humana…
Hannah Arendt Tv
#Biblioteca La condición humana - Hannah Arendt
https://openload.cc/Nev9veubn9/Arendt_-_Condici_n_Humana_pdf
DE ANIMALES A DIOSES
Ya entrada la noche y luego de trabajar, escribir, caminar unos cuantos kilómetros, de ver y constatar cosas asombrosas (las menos) y otras no tanto (las mas), de alegrarme con la buena gente que sigue las sendas culturales de sus antepasados, de estar en contacto con la vida en plenitud, solo algunos días en la antesala del sueño me sobresalto, un poco, al recordar antiguos compañeros de trabajo, luego me acuerdo que los responsables son otros y duermo tranquilo.
Julio 2019
RESEÑAS
El animal desbordante
por Manuel Arias Maldonado

Yuval Noah Harari
De animales a dioses. Una breve historia de la humanidad
Barcelona, Debate, 2014
Trad. de Joandomènec Ros
496 pp. 23,90 €
No acaban de entenderse las razones por las cuales la edición española del libro del joven historiador Yuval Harari, publicado primero en Israel y traducido luego a una treintena de lenguas, ha reemplazado el estupendo título de la edición inglesa (Sapiens) por uno que parece desvelar de entrada la tesis principal de su autor. Sea como fuere, Harari, que concibió el libro como extensión de la asignatura que impartía en la Universidad Hebrea de Jerusalén, se plantea ni más ni menos que contar la entera historia de nuestra especie desde un punto de vista razonablemente original y acaso provocativo, pero en todo caso ambicioso: uno que subraya la contingencia de nuestro desenvolvimiento sobre el planeta y abre el foco para incluir en su retrato a otras especies animales. En realidad, más que una historia, es una filosofía de la historia. Y una que debe a disciplinas de desarrollo relativamente reciente, como la Historia Medioambiental, más de lo que confiesa. Pero vayamos por partes.
Este ambicioso trabajo, escrito en un lenguaje claro, que lo convierte en una obra de divulgación ensayística lejos de las necesarias oscuridades de los pies de página de la historiografía académica, empieza por subrayar que la especie Sapiens no fue, durante un tiempo, la única de su género sobre la faz de la Tierra. Otros Homo –del neanderthalensis al soloensis, el floresiensis y el denisova– coexistieron con nosotros, sin que pueda descartarse que otros parientes vayan apareciendo, como dice el autor poéticamente, «en otras cuevas, en otras islas y en otros climas» (p. 19). Sustituidos por el sapiens, o entrecruzados con él, estas especies terminaron por desaparecer. Pero el hecho mismo de su pasada existencia apunta hacia un secreto tan bien guardado como, en última instancia, distorsionador: la ausencia de parientes visibles hace que nos resulte más fácil imaginar que somos el epítome de la creación, separados por una enorme brecha del resto del reino animal. Desde el comienzo del libro, pues, Harari se empeña en una tarea de descentramiento de la perspectiva, cuya finalidad principal es que veamos al ser humano desde fuera, con un extrañamiento más propio del antropólogo que del historiador.
Son tres las revoluciones que estructuran el libro, que, no obstante, dista de seguir un estricto orden cronológico: la cognitiva, la agrícola, la científica. A menudo, sobre todo en la indagación del pasado más remoto, al autor no le duelen prendas a la hora de reconocer que no sabemos, sencillamente, por qué se produjo un determinado cambio o acontecimiento. De hecho, observa agudamente, la escuela materialista de la historia domina el análisis de muchos de sus segmentos tempranos por falta de información sobre el mundo sociopolítico de nuestros ancestros. Las causas de la revolución cognitiva son, así, inciertas; sus consecuencias, en cambio, fueron vastas.
Es en este punto donde Harari presenta la tesis central de su filosofía de especie. A su juicio, sea cual sea el origen exacto del lenguaje, su emergencia trae consigo una transformación fundamental en la vida de los seres humanos y –por extensión– en la del planeta. La razón es que el lenguaje posee una capacidad única para «transmitir información acerca de cosas que no existen en absoluto» (p. 37). Es mediante el lenguaje, pues, como podemos crear mitos comunes que nos confieren una capacidad también única: cooperar flexiblemente en gran número. Es a través de esas ficciones colectivas como podemos superar las constricciones de escala propias de la vida tribal. Son ficciones, porque «no hay dioses en el universo, no hay naciones, no hay dinero, ni derechos humanos, ni leyes, ni justicia fuera de la imaginación común de los seres humanos» (p. 41). Que sean ficciones no significa que sean mentiras; más bien, son creencias compartidas que hacen posible la cooperación.
Harari no es el primero en poner el énfasis en el incremento de la cooperación como causa del salto evolutivo del ser humano que se produce con la revolución cognitiva, ni tampoco el primero en vincular el aumento en la densidad de los grupos sociales con el de nuestras capacidades cerebrales, o en subrayar la importancia del lenguaje. En una obra que trata de recoger toda la investigación previa sobre las características distintivas del ser humano, por ejemplo, Michael Tomasello enfatiza el papel del pensamiento representativo concertado, a su vez intensificado por la cooperación1. También es sabido que la transmisión cultural dentro de los grupos y la influencia cultural entre ellos introducen un elemento de contingencia en el proceso evolutivo2. La originalidad de Harari radica en subrayar el papel de las ficciones colectivas, por lo demás bien conocido entre los antropólogos, y popularizado por la famosa definición de la nación como «comunidad imaginada» debida a Benedict Anderson. También sería razonable encontrar aquí resonancias de los arquetipos universales de Carl Jung. En cualquier caso, es mérito de Harari conectar esos distintos puntos de una manera nueva, arrojando así una mirada fresca sobre el gran salto cualitativo de la especie humana; distinto es que su idea central constituya antes una hipótesis indemostrable que una tesis demostrable, y ello a pesar de su notable plausibilidad.
Desde la revolución cognitiva, sugiere, habríamos vivido, así, una realidad dual: la realidad «objetiva» de las cosas y la realidad «imaginada» de las representaciones. Es gracias a estas ficciones como la vida de la especie se acelera, por cuanto nos emancipamos de la biología. Ni que decir tiene que esta última establece los parámetros básicos para el comportamiento y las capacidades humanas. Sin embargo, la cultura y sus distintos instrumentos de socialización poseen una fuerza configuradora tal que la noción de una forma de vida «natural» no puede sostenerse seriamente. La naturaleza humana es así relativamente abierta, a diferencia de la del resto de especies animales. Ya Nietzsche se había referido al hombre como el «animal aún no fijado» [nicht festgestellte Tier], mientras que Heidegger contrastaría su «riqueza de mundo» con la «pobreza de mundo» del animal3. Para Harari, son las ficciones las que marcan la diferencia. Aunque bien podría objetarse que la diferencia entre la realidad objetiva y la imaginada que nuestro autor plantea es demasiado tajante, ya que también la realidad «objetiva» es una realidad percibida por el ser humano y no una realidad a la que tenga, como sabemos desde Kant, un acceso directo carente de mediaciones. Harari estaría más bien distinguiendo entre dos tipos de representaciones, no entre dos tipos de realidades, ni tampoco entre una realidad y una ficción.
En cualquier caso, esas ficciones no podrían jerarquizarse entre sí, ya que no existe una verdad independiente y externa a la que hayan ido aproximándose y con arreglo a la cual podamos «falsarlas». Harari nos recuerda que, por más que nos riamos de las supersticiones pretéritas, nuestras instituciones modernas funcionan sobre la misma base imaginaria. Ninguna ficción más entrañable, podría deducirse de aquí, que la Ilustración: el momento en que salimos de la minoría de edad culpable, por decirlo en términos kantianos, al sustituir la superstición por la razón. El Código de Hammurabi y la Constitución Federal norteamericana son, por tanto, la misma cosa: órdenes imaginarios que dicen reflejar principios de justicia universales. Harari adopta una posición epistemológica rigurosamente neutral respecto del fenómeno observado: describe los órdenes imaginados con independencia de cuál sea su contenido. Pero, a su vez, trata de escapar al reproche de que eso los convierte en indistinguibles –igualándose así la sharia y los derechos humanos– apelando a un criterio de utilidad:
Creemos en un orden particular no porque sea objetivamente cierto, sino porque creer en él nos permite cooperar de manera efectiva y forjar una sociedad mejor. Los órdenes imaginados no son conspiraciones malvadas o espejismos inútiles (p. 129).
No obstante, Harari no puede escapar del todo de los juicios de valor. A primera vista, si la utilidad de los mitos comunes es permitirnos cooperar eficazmente, podemos apreciar esa eficacia en Nueva York tanto como en el Congo belga: todo depende de cómo definamos esa eficacia y a qué fines sirva. Esto sería coherente con el hecho de que solemos tomar los órdenes imaginarios en que vivimos como naturales, sin percibir su cualidad imaginada. Sin embargo, el propio autor señala que creer en ellos nos permite «forjar una sociedad mejor» (la cursiva es mía), así como, más adelante, cuando reflexiona sobre las consecuencias de la economía de libre mercado, lamenta el daño que esta última inflige a los «valores humanos» (p. 209). Pero, si no hay una forma de vida natural, ¿hay valores humanos propiamente dichos? Si los hay, no parecen poder extraerse fácilmente del marco teórico del autor israelí.
Su planteamiento antifundacionalista recuerda notablemente al del filósofo norteamericano Richard Rorty, quien habla no de «órdenes imaginados», sino de «vocabularios finales»: el conjunto de palabras que empleamos para justificar nuestras acciones y creencias. Distintos grupos sociales poseen distintos vocabularios finales; algunos de sus miembros son conscientes de la existencia de lenguajes alternativos inconmensurables entre sí, mientras que otros toman su vocabulario como el único verdadero. Para Rorty, no obstante, existe una sociedad ideal, que es una sociedad libre en la que pueden coexistir distintos vocabularios, una sociedad cuyo progreso está marcado por el empleo de metáforas cada vez más útiles en la proscripción de toda forma de crueldad. A esto podríamos añadir la nómina de filósofos que han subrayado el papel del lenguaje en la constitución de la realidad, desde un punto de vista ontológico (Wittgenstein) o ideológico (Foucault, Laclau). En último término, la idea de Harari de los órdenes imaginarios no está lejos de la noción primera de ideología como «falsa conciencia», aunque sin el elemento peyorativo de la falsedad.
Es la segunda de las revoluciones de las que se ocupa Harari, la agrícola, la que merece el más severo de sus juicios. Frente al cómodo «estilo de vida» (sic) del cazador-recolector, cuya vida era «más interesante» que la de sus sucesores, la revolución agrícola se impone como «el mayor fraude de la historia» (p. 95). No ya por las dolencias lumbares que impone la necesidad de encorvarse para trabajar la tierra, sino por un variado conjunto de factores: la dependencia de las cosechas, la preocupación por el futuro, la separación de los sujetos antes reunidos en tribus nómadas, la exacción de los frutos del trabajo por parte de monarcas y terratenientes. Apunta aquí Harari hacia un tema central a todas las filosofías críticas de la historia, a saber, la relación entre felicidad e historia. Al respecto, Hegel ya nos alertó de que los períodos de felicidad son páginas en blanco en el libro de la Historia. Después de todo, como dice el autor gráficamente, «la moneda de la evolución no es el hambre ni el dolor, sino copias de hélice de ADN» (p. 101). En otras palabras: lo que es bueno para la especie no tiene por qué ser bueno para ti. Harari añade al sufrimiento humano el nuevo y concentrado sufrimiento animal de aquellas especies cuya explotación ha constituido, desde entonces, la base del bienestar social. Aunque la revolución agrícola fue una bendición numérica para gallinas, vacas, cerdos y ovejas, también figuran entre los animales más desdichados que jamás hayan existido.
Sin duda, la afirmación de que los cazadores-recolectores eran más felices que las versiones posteriores del sapiens se cuenta entre las más discutidas en la recepción crítica del libro. Su insistencia en la inconmensurabilidad de los distintos períodos históricos parece inmunizarlo contra cualquier evaluación comparativa: no debemos execrar una fase histórica en la que nadie se lavaba, porque aquella normalidad no extrañaba a sus usuarios, como no nos extrañan a nosotros rasgos que futuros seres humanos encontrarán chocantes. Sin embargo, esta crítica del presentismo desemboca extrañamente en una suerte de presentismo inverso, mediante la cual Harari proyecta sus actuales preferencias individuales –su «vocabulario final»– sobre la entera historia de la especie, para espigar dentro de ella las formas de vida más deseables conforme a esos sus criterios. El autor es vegetariano y pacifista, además de budista, razón por la cual incluye en uno de los capítulos finales, dedicado al problema de la felicidad, una defensa de esta religión oriental: ante la estimulación artificial de los deseos característica del «consumismo romántico», sugiere, la solución consiste en la drástica rebaja de las expectativas. Pudiera ser; pero también cabe que haya rasgos de la psicología humana que faciliten el libre juego de expectativas y frustraciones. Parece difícil negar que existen condiciones sociales más o menos objetivables (índice de mortalidad, provisión de bienes básicos, nivel de violencia) que facilitan la búsqueda de una vida buena y permiten la felicidad, o una posible felicidad, de un mayor número de personas. Aunque no deja de ser cierto que incurrimos a menudo en comparaciones falaces con el pasado que Harari, en su propuesta de descentramiento epistemológico, hace bien en señalar.
Tal propósito se deja notar también en su discusión de las causas de la revolución agrícola y permea el conjunto de su filosofía. «¿Quién fue el responsable?», se pregunta. Y su respuesta está en consonancia con la corriente historiográfica, particularmente destacada en el campo de la Historia Medioambiental, que trata de redistribuir la agencia (la agency difícilmente traducible del inglés) o protagonismo causal entre distintos actores, humanos y no humanos (siendo estos últimos eso que Bruno Latour llama «actantes», por ejercer una influencia carente de subjetividad)4. Para Harari, la revolución agrícola no fue causada por reyes, sacerdotes ni mercaderes, sino «por un puñado de especies de plantas» (p. 98): arroz, trigo, patatas. Su afirmación trae inmediatamente a la mente el clásico estudio de Sidney Mintz sobre el papel del azúcar en la historia económica del siglo XIX, entre otros esfuerzos similares no citados explícitamente por el autor5. Se las apaña éste, con todo, para ofrecer un convincente relato de los procesos históricos como contingencias sin curso prefijado, cuyo desenvolvimiento se debe a la intervención de un gran número de actores (y actantes) que, por añadidura, influyen sobre esos mismos acontecimientos al hacer predicciones sobre él. Por más que las fuerzas geográficas, biológicas y económicas creen importantes limitaciones, dejan un amplio margen de maniobra para los acontecimientos inesperados o impredecibles: los cisnes negros de la historia. En esto, Harari no es especialmente original; deben de quedar en pie pocos historiadores deterministas.
Sin embargo, como corresponde a una filosofía de la historia, por antideterminista que sea, Harari sí cree que la historia posee, si no un sentido, sí una dirección: la gradual unificación de la especie. Tiene lógica que así sea, por cuanto la exitosa adaptación agresiva del ser humano a su entorno se basa en su capacidad para cooperar y almacenar, en forma de cultura, los frutos de esa cooperación; así, la orientación comunicativa del ser humano, animal que desborda ampliamente su nicho ecológico, sólo puede llevarlo –salvo catásfrofe histórica autodestructiva– hacia la constitución gradual de una sociedad-mundo. Matices aparte, señala Harari, casi todas las culturas comparten hoy el mismo sistema geopolítico, económico, legal y científico; casi todas están estrechamente interconectadas y sometidas a influencias recíprocas. Hablar de culturas auténticas en este contexto es absurdo: incluso los caballos de los sioux y apaches eran una importación cultural previa.
Esta lógica unificadora trae causa, a su juicio, de tres órdenes que propenden a la universalidad: el monetario, el imperial y el de las religiones universales. Su análisis incluye una interesante reivindicación de los imperios como representantes de una ideología global, creadora de civilizaciones híbridas. El autor hace aquí una chocante referencia a nuestra Numancia como símbolo de resistencia frente al imperialismo, observando que «hasta hoy, los antiguos numantinos son para España un dechado de heroísmo y patriotismo y se presentan como modelos para la juventud del país» (p. 217). ¡Se ve que me salté esa clase! Estos gaffes no tienen importancia en sí mismos, pero crean la sospecha de que pueda haber otros que el lector no ha advertido. Y llaman la atención sobre un defecto estructural del libro, que es la delgadez de su aparato bibliográfico y de notas, delgadez tanto más llamativa a la vista del terreno que el autor ha tratado de cubrir.
Fiel a su idea de las ficciones colectivas, Harari considera las modernas ideologías políticas (liberalismo, comunismo, capitalismo, nacionalismo, nazismo) como nuevas religiones, siendo la secta humanista más importante ahora mismo la del «humanismo liberal», cuyos mandamientos son los derechos humanos. Y advierte de la creciente brecha entre sus dogmas y los últimos hallazgos de las ciencias de la vida. No son éstos sino la consecuencia final de la revolución científica, a la que Harari dedica un buen número de páginas, que entroncan con sus consideraciones finales acerca del futuro de la especie. Si la clave cognitiva de la revolución científica fue la admisión de la ignorancia, cuyos símbolos más hermosos son los mapas vacíos pendientes de ser rellenados, el impulso político fue proporcionado por los imperios y la propia expansión capitalista. Harari subraya con acierto que es absurdo querer separarlos rigurosamente. Y, sobre el capitalismo, lamenta que no esté ligado naturalmente a la justicia, recordando que ha matado a millones de personas «debido a una fría indiferencia ligada a la avaricia» (p. 364). A veces, inevitablemente, la mirada a vuelo de pájaro desemboca en un análisis algo grueso, porque no se ve claro cuál sea el sistema económico naturalmente ligado a ese esquivo objeto macrosocial que es la justicia. Se gana en alcance lo que se pierde en precisión.
Más convicente se muestra Harari cuando habla de las consecuencias ecológicas de la expansión de la especie. Sobre todo, porque no se hace ilusiones acerca de la ilusión romántica, propagada por el ecologismo clásico, según la cual vivíamos en armonía con la naturaleza durante el pasado profundo. Hay pruebas sobradas, por ejemplo, de que la colonización humana de Australasia, hace cuarenta y cinco mil años, produjo la rápida extinción de su megafauna; preludio, apenas, de la destrucción de la biodiversidad en los hábitats colonizados por el sapiens, a quien llama Harari por ello «asesino ecológico en serie» (p. 84). A esto hay que sumar, como ya se ha señalado, el sufrimiento de las decenas de millones de animales de granja que componen la cadena de montaje mecanizada que sirve para alimentarnos a diario. Tristemente, justificar la explotación animal en nombre del realismo de especie no nos lleva, moralmente, muy lejos; se trata de una realidad espinosa, un cadáver en el armario del éxito adaptativo de la humanidad, al que sólo en las últimas décadas estamos empezando a prestar cierta atención. A cambio, Harari sabe distinguir entre destrucción ecológica y sostenibilidad medioambiental, ahorrando al lector la jeremiada apocalíptica habitual sobre el fin de los tiempos.
Harari concluye su libro echando una mirada sobre la desestabilización del orden familiar tradicional, observando que la alianza de un capitalismo transformador y un Estado protector han impulsado el individualismo moderno que ha arrasado con las comunidades íntimas, ahora reemplazadas por todo tipo de comunidades imaginadas: desde la nación al club de fans de Beyoncé. Sin embargo, observa con acierto, la mayor fuente de transformación social es y será en cada vez mayor medida la ciencia moderna, con sus correspondientes aplicaciones tecnológicas. Nuestra especie está empezando a quebrar las leyes de la selección natural, sustituyéndola por las leyes del diseño inteligente. ¿Hasta dónde podemos llegar? Seres biónicos, pastillas que regulan los estados emocionales, inteligencia artificial: todo eso está en marcha. A modo de un brindis al sol, Harari sugiere que deberíamos decidir en qué dirección queremos avanzar, contradiciendo sutilmente su convincente argumento previo sobre la contingencia de los procesos históricos. Pero algo –constructivo– hay que decir. Sus últimas palabras no pueden ser más pesimistas. Para nuestro autor, poco han producido los sapiens de lo que puedan estar orgullosos; sobre todo, porque no han sido capaces de reducir la cantidad de sufrimiento en el mundo. Y nada hay más peligroso, concluye, que unos dioses insatisfechos e irresponsables que no saben lo que quieren.
Sucede que no todos los miembros de la especie que lean el libro de Harari se reconocerán en este autorretrato final. Resulta discutible afirmar que la cantidad total de sufrimiento en el mundo no ha sido reducida andando el tiempo, máxime si nos limitamos a considerar la felicidad humana y dejamos fuera la de otras especies. Cuando menos, el sufrimiento humano se ha visto amortiguado por una mejora de las condiciones materiales de vida, que ha ido acompañado de un progresivo refinamiento de las formas culturales; en ese aspecto, el balance de la especie no es negativo. Parece como si llevase hasta las últimas consecuencias su papel de comentarista externo de la historia humana, situándose, él también, en un orden imaginario que le permite emitir juicios algo terminantes sobre procesos históricos y psicobiológicos de gran complejidad. Ni el ser humano puede evitar ser un animal insatisfecho, ni podemos atribuirle plena responsabilidad por su desempeño sobre el planeta. Y la razón es que su libertad –precondición para la responsabilidad– no ha sido, durante la mayor parte de su pasado, la que hoy nos parece ser. Su adaptación agresiva al medio no es el producto de una decisión, sino que es un impulso colectivo donde los actos no intencionales han desempeñado un papel determinante. Sólo ahora, con las ganancias en reflexividad que ejemplifica el magnífico libro de Harari, podemos empezar a contemplar la historia de la especie de otra manera, haciéndonos responsables, en la medida de lo posible dadas las dificultades que plantea semejante coordinación colectiva, de su futuro devenir. Para venir de la horda paleolítica, tampoco está mal.
Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política de la Universidad de Málaga. Ha sido Fulbright Scholar en la Universidad de Berkeley y completado estudios en Keele, Oxford, Siena y Múnich. Es autor de Sueño y mentira del ecologismo (Siglo XXI, Madrid, 2008) y de Wikipedia: un estudio comparado (Documentos del Colegio Libre de Eméritos, núm. 5, Madrid, 2010). Su último libro es Real Green. Sustainability after the End of Nature (Londres, Ashgate, 2012).
02/02/2015
1. Michael Tomasello, A Natural History of Human Thinking, Cambridge, Harvard University Press, 2014.
2. Luis Castro Nogueira et al., ¿Quién teme a la naturaleza humana? Madrid, Tecnos, 2008, p. 26.
3. Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal, trad. de Andrés Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1995, p. 82., y Martin Heidegger, The Fundamental Concepts of Metaphysics. World, Finitude, Solitude, trad. ing. de William McNeill y Nicholas Walker, Bloomington, Indiana University Press, 1995.
4. Es uno de los aspectos centrales de su teoría del actor-red. Véase, por ejemplo, Bruno Latour, Reassembling the Social. An Introduction to Actor-Network-Theory, Oxford, Oxford University Press, 2007.
5. Sidney Mintz, Sweetness and Power, Londres, Penguin, 1985.
https://www.revistadelibros.com/…/resena-de-de-animales-a-d…
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despertardivino.cl › site › 2017/09
Presumiblemente, todo el que lea este libro es un Homo sapiens: la especie .... los brazos que son innecesarios para la locomoción quedan libres para otros.
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EL SER HUMANO Y LA NECESIDAD DE PARECERSE A LOS DIOSES
Cualquiera con algo de poder o de dinero (aparte de creerse inteligente) simula ser o tener cualidades de Dios. Ello ocurre desde los orígenes de la civilización y es parte del ser humano en su manera mas elemental y desprovista de conocimientos aprehendidos. El sabio no necesita parecerse a nadie, porque por su misma condición sabe que ello es imposible.
Platón (Atenas o Egina ca. 427-347 a. C.) fue un filósofo griego seguidor de Sócrates y maestro de Aristóteles.
Citas
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A
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«Allí donde el mando es codiciado y disputado no puede haber buen gobierno y reinará la discordia».[1]
«Ante todo nadie poseerá casa propia excepto en caso de absoluta necesidad».[2]
«Atención [exagerada] a la salud es el mayor estorbo de la vida».[3]
B
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«Buscando el bien de nuestros semejantes, encontramos el nuestro».[4]
C
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«Cada lágrima enseña a los mortales una verdad».[5]
«[...], con respecto a las personas crónicamente minadas por males internos, no se consagra a prolongar y amargar su vida con un régimen de paulatinas evacuaciones e infusiones de modo que el enfermo pueda engendrar descendientes que, como es natural, heredarán su constitución, sino que, al contrario, que quien no es capaz de vivir desempeñando las funciones que le son propias no debe recibir cuidados, por ser una persona inútil tanto para sí mismo como para la sociedad».[6]
Nota: Comentario sobre los que tiene derecho a recibir cuidados médicos. Los médicos hipocráticos siguieron, a su modo, este consejo platónico, no tratando a quienes consideraban que debían morir.[6]
«Consideran enemigo a quien les dice la verdad».[3]
«Cuando una multitud ejerce la autoridad, es más cruel aún que los tiranos».[7]
D
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«De virtud hay una especie, de maldad, muchas».[8]
«De noche, sobre todo, es hermoso creer en la luz».[9]
«Debemos buscar para nuestros males otra causa que no sea Dios».[3]
«Dios nos ha dado dos alas para volar hasta Él: el amor y la razón».[10]
«Donde reina el amor, sobran las leyes».[11]
«Debemos, pues, según parece, vigilar ante todo a los forjadores de mitos y aceptar los creados por ellos cuando estén bien y rechazarlos cuando no; y convencer a las madres y ayas para que cuenten a los niños los mitos autorizados, moldeando de este modo sus almas por medio de las fábulas».[12]
Fuente: La República.[13]
E
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«El amor consiste en sentir que el ser sagrado late dentro del ser querido».[14]
«El amor es la alegría del bien, la maravilla de los sabios, el asombro de los dioses».[15]
Original en inglés: «Love is the joy of the good, the wonder of the wise, the amazement of the gods.»
«El cuerpo es la cárcel del alma inmortal».[16]
«El cuerpo humano es el carruaje; el yo, el hombre que lo conduce; el pensamiento son las riendas, y los sentimientos, los caballos».[17]
«El hombre inteligente habla con autoridad cuando dirige su propia vida».[18]
«El hombre que hace que todo lo que lleve a la felicidad dependa de él mismo, ya no de los demás ha adoptado el mejor plan para vivir feliz».[19]
«El hombre sabio querrá estar siempre con quien sea mejor que él».[3]
«El objeto de la educación es la virtud y el deseo de convertirse en un buen ciudadano».[20]
«El que aprende y aprende y no practica lo que sabe, es como el que ara y ara y no siembra».[21]
«El que no es un buen siervo no será un buen amo».[3]
«El tiempo es una imagen móvil de la eternidad».[22]
«El virtuoso se conforma con soñar lo que el pecador realiza en la vida».[23]
«Entonces lo del dicho: que el hermano ayude al hermano».[13]
Fuente: La República, Libro II.
«Es el Amor quien da la paz a los hombres, la calma al mar, el silencio a los vientos, un lecho y el sueño al dolor».
El banquete, o del amor.[24]
F
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«Frío e insípido es el consuelo cuando no va envuelto en algún remedio».[25]
H
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«[...] ¿Habrá que devolver a los enemigos lo que se les debe?».[26]
Fuente: La República.
Nota: En un diálogo entre Sócrates y Polemarco en el que se discute sobre la afirmación de Simónides de que es justo devolver lo que se debe. [13]
«Hay que observar, candidísimo Sócrates, que al hombre justo le va peor en todas partes que al injusto. Primeramente, en las asociaciones mutuas, donde uno se junta con otro, nunca verás que, al disolverse la comunidad, el justo tenga más que el injusto, sino menos. Después, en la vida ciudadana cuando hay algunas contribuciones, el justo con los mismos bienes contribuye más; el segundo, menos. Y cuando hay que recibir, el primero sale sin nada; el segundo, con mucho».[27]
Fuente: La república. [13]
«Hay tres clases de hombres: amantes de sabiduría, amantes de honor y amantes de ganancias».[3]
VER COMPLETO EN
https://es.m.wikiquote.org/wiki/Plat%C3%B3
es.wikipedia.org
La condición humana es un término que abarca la totalidad de la experiencia de ser humanos y de vivir vidas humanas. Como entidades mortales, hay una serie de acontecimientos biológicamente determinados…

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